por
Gustavo Urquiza Valdez
La figura del ilustre doctor Mariano Azuela, es un hito indubitable en la historia de la novelística mexicana, tanto que gracias a él, nuestra literatura posee lo que se llama el género de la Novela de la Revolución Mexicana.
Miembro egregio del Colegio Nacional, se convirtió en un grafómano, agotador de tinta incansable, además de poseer un talento innegable en su profesión de galeno. Su novela cumbre, “Los de abajo”, narra las vicisitudes de un valiente rebelde que lucha para que el movimiento armado no pierda su pureza.
Entre otros destacados escritores de este género, se puede citar al chihuahuense Rafael F. Muñoz, y aunque no sea de mi agrado su obra, los que se dicen expertos en literatura mexicana, cuentan a Martín Luis Guzmán, cuyas “Memorias de Pancho Villa”, dejan mucho que decir y desde un enfoque más lógico, resultan dudosas y mediocres.
Exaltando la figura del mercenario carnicero “General” Fierro escribe y publica sus libros en España. Uno de sus más aclamados por la crítica es “El águila y la serpiente”. Hay que reconocer la densidad y dramatismo de uno de sus textos asquerosamente célebres: “La feria de las balas”.
En este describe cómo el sanguinario exferrocarrilero comete una verdadera infamia con unos prisioneros de guerra, federales, a los que ni siquiera les ofrece el beneficio del juicio y los asesina dentro de un corralón, con el previo pacto de que el que lograra saltar la barda y salir, podría seguir viviendo. Por supuesto, nadie quedó vivo. Fueron cientos de hombres.
Fierro tuvo una muerte angustiosa. Se hundió en un pantano, junto con el caballo. Hay que lamentarlo por este último.
De Rafael F. Muñoz, tenemos dos excelentes legados: “Vámonos con Pancho Villa” y “Se llevaron el cañón para Machimba”. El punto esencial de esta generación de escritores fue la de reprochar tanta sangre vertida para que después surgieran otras tiranías y represiones.
Sin embargo, honestamente, sí se logró mucho, desde el momento que se derrocó un absurdo, injusto y cruel gobierno personalista como el del oaxaqueño Porfirio Díaz, quien se colgó todas las medallas habidas y por haber en su uniforme militar.
Al pobre loco sólo le faltó caer en la presuntuosidad de Calígula, quitarle las cabezas a los monumentos de los héroes nacionales y mandar esculpir la de él como sustitución. Cuando se leen las anotaciones del periodista norteamericano Kenneth Turner, las cuales fueron recopiladas y reunidas en un solo volumen bajo el nombre de “México Bárbaro”, se entiende perfectamente bien que el cambio por las armas era ya justo y necesario.
Los asesinatos y crímenes de los indígenas yaquis, el exterminio de los apaches y la muerte artera de Victorio, las opresiones de los grandes hacendados y de cómo obligaban a los peones de sol a sol sin ninguna remuneración, llevaron a Turner a calificar que la situación del pueblo mexicano era mucho peor que el de la esclavitud de los afroamericanos en el Siglo XIX.
Por otra parte, las violaciones a las jovencitas de sus peones (que por cierto una de ellas fue la que provocó la bendita y legendaria figura de Francisco Villa), el derecho de pernada que tenían que cumplir las mujeres antes de casarse, que significaba que tenían que pasar la primer noche de bodas con el patrón, con los hijos de éste y finalmente con el caporal.
Y qué decir del tenebroso Valle Nacional. Suponga usted que se encuentra paseando a eso de las ocho de la noche, por las calles de equis lugar, es el año de Mil Novecientos y un gendarme se le acerca y le dice “me gustas para que seas sospechoso de ser un criminoso y que hiciste algo…tás detenido…”. Sin decir agua va lo amaga con la pistola, lo lleva a la cárcel y lo recluye en el calabozo más aislado. Ya no volverá a ver a su familia ni ella a usted, porque sabe qué, lo llevarán al Valle Nacional para que trabaje como esclavo sin ración de comida alguna, en la siembra del henequén y el algodón, hasta que muera o si lo consideran no productivo, sencillamente lo ahorquen, para ahorrar balas.
El Norte, decidió que era tiempo de cambiar. Surgió Francisco Indalecio Madero y expresó terminantemente “sufragio efectivo, no reelección”. Doroteo Arango Arámbula, junto con Tomás Urbina y Canuto Reyes le hicieron eco, y en el sur, Emiliano Zapata. Entonces comenzaron los balazos, que costaron el derramamiento de sangre de millones de hermanos mexicanos. Esperemos que esta parte de la historia nunca se deje de enseñar en las aulas y las pláticas de los mayores con los niños, para que las nuevas generaciones de nuestro país valoren lo que tienen, libertad de jugar, de gritar, de no ser aplastados ni obligados a hacer cosas por el autoritarismo.
Como exclamó el gran maestro José Vasconcelos: “La Revolución, en el sentido de derrocar a Don Porfirio, se puede considerar, más que santa, de índole divino…”
Gustavo Urquiza Valdez
La figura del ilustre doctor Mariano Azuela, es un hito indubitable en la historia de la novelística mexicana, tanto que gracias a él, nuestra literatura posee lo que se llama el género de la Novela de la Revolución Mexicana.
Miembro egregio del Colegio Nacional, se convirtió en un grafómano, agotador de tinta incansable, además de poseer un talento innegable en su profesión de galeno. Su novela cumbre, “Los de abajo”, narra las vicisitudes de un valiente rebelde que lucha para que el movimiento armado no pierda su pureza.
Mariano Azuela |
Exaltando la figura del mercenario carnicero “General” Fierro escribe y publica sus libros en España. Uno de sus más aclamados por la crítica es “El águila y la serpiente”. Hay que reconocer la densidad y dramatismo de uno de sus textos asquerosamente célebres: “La feria de las balas”.
En este describe cómo el sanguinario exferrocarrilero comete una verdadera infamia con unos prisioneros de guerra, federales, a los que ni siquiera les ofrece el beneficio del juicio y los asesina dentro de un corralón, con el previo pacto de que el que lograra saltar la barda y salir, podría seguir viviendo. Por supuesto, nadie quedó vivo. Fueron cientos de hombres.
Fierro tuvo una muerte angustiosa. Se hundió en un pantano, junto con el caballo. Hay que lamentarlo por este último.
De Rafael F. Muñoz, tenemos dos excelentes legados: “Vámonos con Pancho Villa” y “Se llevaron el cañón para Machimba”. El punto esencial de esta generación de escritores fue la de reprochar tanta sangre vertida para que después surgieran otras tiranías y represiones.
Sin embargo, honestamente, sí se logró mucho, desde el momento que se derrocó un absurdo, injusto y cruel gobierno personalista como el del oaxaqueño Porfirio Díaz, quien se colgó todas las medallas habidas y por haber en su uniforme militar.
Al pobre loco sólo le faltó caer en la presuntuosidad de Calígula, quitarle las cabezas a los monumentos de los héroes nacionales y mandar esculpir la de él como sustitución. Cuando se leen las anotaciones del periodista norteamericano Kenneth Turner, las cuales fueron recopiladas y reunidas en un solo volumen bajo el nombre de “México Bárbaro”, se entiende perfectamente bien que el cambio por las armas era ya justo y necesario.
Los asesinatos y crímenes de los indígenas yaquis, el exterminio de los apaches y la muerte artera de Victorio, las opresiones de los grandes hacendados y de cómo obligaban a los peones de sol a sol sin ninguna remuneración, llevaron a Turner a calificar que la situación del pueblo mexicano era mucho peor que el de la esclavitud de los afroamericanos en el Siglo XIX.
Por otra parte, las violaciones a las jovencitas de sus peones (que por cierto una de ellas fue la que provocó la bendita y legendaria figura de Francisco Villa), el derecho de pernada que tenían que cumplir las mujeres antes de casarse, que significaba que tenían que pasar la primer noche de bodas con el patrón, con los hijos de éste y finalmente con el caporal.
Francisco Villa en una de sus muchas victorias. |
El Norte, decidió que era tiempo de cambiar. Surgió Francisco Indalecio Madero y expresó terminantemente “sufragio efectivo, no reelección”. Doroteo Arango Arámbula, junto con Tomás Urbina y Canuto Reyes le hicieron eco, y en el sur, Emiliano Zapata. Entonces comenzaron los balazos, que costaron el derramamiento de sangre de millones de hermanos mexicanos. Esperemos que esta parte de la historia nunca se deje de enseñar en las aulas y las pláticas de los mayores con los niños, para que las nuevas generaciones de nuestro país valoren lo que tienen, libertad de jugar, de gritar, de no ser aplastados ni obligados a hacer cosas por el autoritarismo.
Como exclamó el gran maestro José Vasconcelos: “La Revolución, en el sentido de derrocar a Don Porfirio, se puede considerar, más que santa, de índole divino…”
José Vasconcelos, mexicano ilustre a quien nunca he comprendido. |
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