“Por favor, dibújame un cordero”, escuchó un piloto cuando después de que pasar la noche, durmiendo en pleno desierto del Sahara, a raíz de la avería que sufrió su avión, despertó.
Para colmo de males no tenía la reserva de agua suficiente para subsistir y tal parecía que la compostura de su nave tardaría un buen tiempo, incluso, tal vez, meses.
La voz que le despertó fue la de un niño de cabellos dorados y risa cautivadora, que ansiaba tener un cordero y de esta manera vencer la soledad. Debo aclarar que no estoy hablando de la vida real, aunque tengo mis dudas al respecto.
Lo que estoy relatando es un pasaje del libro que América Latina, por culpa de los argentinos, conoció con el nombre de “El principito”. Le petit prince, en el idioma de Balzac.
El título genuino que tiene derecho a ostentar esta obra clásica, aunque poco entendida, de la literatura universal, es el de “El pequeño príncipe”, pero los chés acostumbran hacer las cosas muy a su manera.
Sin embargo, el que usted está leyendo, no es un artículo argentinofóbico, respeto ese país y además nadie es perfecto. Más bien quiero colaborar con un granito de arena a la labor crítica que han hecho tantos especialistas del género acerca de este tierno libro que no es para niños.
Su autor, Antoine de Saint Exupéry, fue un hombre enigmático y sin secretos, simultáneamente. Inventor, piloto, genial jugador de ajedrez, matemático exacto, despreciativo de su noble linaje, amigo de las mascotas y según dicen con un extraño don para amaestrarlas, hipnotizador en su conversación y poseedor del concepto correcto de la palabra amistad.
Un privilegiado de Dios: grandeza y humildad al mismo tiempo.
Precisamente, hasta su muerte estuvo ligada con su pasión por los aviones, ya que el treinta y uno de julio de Mil Novecientos Cuarenta y Cuatro, le fue asignado un vuelo de reconocimiento por la región de Grenoble, casi en el punto en el que transcurriera su tormentosa infancia aristocrática.
Jamás regresó. Su nave nunca fue encontrada. Las teorías que giran alrededor de este misterio, es que se estrelló en algún lugar de los Alpes, cuyos terrenos resultan inaccesibles; la otra, es que cayó en el mar, casi frente a Niza.
Tenía exactamente cuarenta y cuatro años de vivir en este mundo. Había nacido en el año de Mil Novecientos, en el seno de una familia que ostentaba títulos nobiliarios desde el Siglo Trece.
Pero lo más interesante es ese texto, “El pequeño príncipe”, un rotundo éxito mundial, vigente después de tanto tiempo cuando fue escrito. Un verdadero fenómeno, pués los expertos aseguran que eclipsó el resto de la obra del escritor, añadiendo que esta última es la más importante, como “Vuelo nocturno” y “Correo del sur”.
Pero lo más extraño es que haya desplazado a la que se considera su realización cumbre: “Tierra de los hombres.”
Aquí ya se prefigura lo que posteriormente haría nuestro Jorge Luis Borges de una manera magistral. Estoy hablando de la llamada literatura sin etiquetas. Es decir, no se sabe dónde acaba la ficción, dónde comienza la realidad y viceversa; no se sabe si lo que uno tiene en las manos y está leyendo, es un ensayo, un poema en prosa, un cuento o una novela.
Se equivocan quienes compran “El pequeño príncipe” como un libro para niños. No es tal. Su esencia es de una complejidad tan sólida como el Talmud o cualquier obra de Sartre.
Comencemos por la superficialidad y simpleza que muestra el espécimen de los adultos cuando el piloto, de niño, anhelaba ser pintor. Les enseña un dibujo de una serpiente boa engullendo un elefante, y las personas mayores le dicen burlándose de que se trata de un sombrero.
Otro punto. El muchachito de cabellos dorados que conoce en pleno desierto, es inocente, ingenuo, bondadoso, mal educado, tenaz, valiente e hipersensible. Le da miedo la soledad.
Quiere un cordero. Tras dibujarle toda una serie de estos y no aceptarlas, el piloto decide presentarle el dibujo de su infancia, el de la serpiente boa engullendo un elefante.
Le es imposible engañarlo. El pequeño príncipe sabe al momento lo que se le está mostrando y lo rechaza. No es superficial, ve más allá de las apariencias.
Siguiente punto. Si usted toma su ejemplar de “El principito”, se dará cuenta de que hay una (que honestamente no creo que lo sea), casualidad en los planetas que visita el pequeño de cabellos dorados: cada un corresponde a uno de los siete pecados capitales.
Dicen que el texto, dedicado a León Werth cuando era niño, posee tintes autobiográficos, marcados no exactamente en la figura del piloto.
1 comentario:
muy interesantes los analisis. Me gusto la del principito.
Perdon. El pequeño principe.
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