Por
Gustavo Urquiza Valdez
Una bocanada más y la maestra de análisis terminaba con la vida de su último Galousier. Roland Barthes se presentaba más comprensible a través de aquellas densas cortinas de humo pesado; sus principales puntos se desglosaban ligeramente en la mímica y las gesticulaciones de aquella doctora en letras clásicas. La penumbra del texto se iluminaba con la oruga de cenizas del cigarrillo encendido. Valerio sopesó la situación lanzando una mirada furtiva a su alrededor: Icaza a su lado, se entretenía con la contemplación de un montón de bachilleres jugando a la “bolita” sobre el césped de los jardines; Lola transcribía un ensayo de arte vanguardista para el taller del licenciado Artello; el montón de góticos que siempre encontraba su lugar en la esquina de la extrema derecha del salón discutía acerca de la pulcritud en el estilo de Marx y de cuál sería el mejor antro candidateado para visitar esa noche después de entrar en los seminarios o tal vez hacerse la rata, el caso es que no podían definirse entre la Roca o la Cloaca. Pero Valerio, como en suspenso, seguía poniéndole toda su atención a la silueta femenina colocada al frente. Cayó en el veinte de que jamás le había concedido un análisis más concienzudo al físico de esta mujer, sin embargo le solazaba la quietud con la cual se erguía, las muecas de las que debía echar mano para hacerse entender en lo umbrío de los escritos manejados en la disciplina atendida en ese cuarto número doscientos cinco de la Facultad de Filosofía y Letras.
Era esbelta, ostentando esa acostumbrada belleza mística que caracterizaba a las escandinavas del tiempo de la resurrección de los dioses, justo cómo él había leído tantas veces, de niño, en los compendios de mitología universal de Sender; su cabello rojizo se desparramaba por el espacio, cayéndole sobre los sinuosos y bien silueteados hombros, ondulándose según el movimiento al que obedecía en el momento; sobresalía el hecho de que siempre llevaba puesta la misma blusa blanca con chispas azules, el mismo pantalón de pinzas y los zapatos negros de tacón alto. Generalmente terminaba en el monótono y angustiante punto de preguntarles a todos los presentes, uno por uno, acerca de lo que habían tenido a bien captar de su cátedra, con el conocimiento previo de que nadie le contestaría lo absolutamente correcto. Ahí era cuando Valerio comenzaba a sudar gotas gruesas; en su bigote se generaba un líquido salino y asquerosamente molesto que le irritaba sobremanera, utilizando un tic muy tradicional en él, que consistía en pasar la punta de su lengua de lado a lado de la boca en repetidas ocasiones; comenzaba a remolinearse sobre la silla, mirando de soslayo a la puerta, como esperando el momento adecuado para salir gritando. Pero en vez de eso, se limitaba a esperar la dulce mirada penetrante de su profesora predilecta y la interpelación subsecuente, para finalmente concluir siendo quien más se acercaba a la verdad: Roland Barthes resultaba un asco.
El salón entero volvía a la vida, las respiraciones contenidas fluían de nuevo. Lola se levantaba paulatinamente, revisando los últimos detalles de su trabajo y desde luego, tratando de maniobrar con mochila, cuadernos y un vaso de Capuchino, todo al mismo tiempo; el gordo Icaza se sobreponía a la visión de una mole de color blanquigrisácea colocada al centro del jardín frontal, visible gracias a los empañados vidrios de las ventanas de marcos dobleteados en el frenesí de un extraño experimento de herrería; los góticos agarraban sus cuadernos con indiferencia extrema para luego salir apresurados llevándoselo casi por entre las patas. Pero él continuaba ahí, observando el avecine de la avalancha y la expansión de aquel diminuto big bang desarrollándose delante de sus ojos. El único movimiento derivado de lo que bien podría llamarse reacción pensada era el de que solamente acertaba a encuadrar por entre sus cristales a ese encanto llamado Rotsé. ¿Qué clase de nombre era este para una mujer egresada con honores a la excelencia académica en la Universidad Complutense de Madrid?
En primer lugar era de origen sevillano y lo cierto es que no se le apreciaba por ningún lado la aproximación francesa o alemana; el denominativo, en definitiva, no podría ser italiano pués ya se había encargado del asunto en un diccionario de heráldica y patronímicos de la Dolce Patria, cuestión que le obligó a llegar a tal punto de declararlo inexistente, invalidado. Probablemente alguna originalidad de sus mismos padres, quienes, al notar en el bebé esos perfiles místicos y su rara hermosura, decidieron bautizarla bajo un concepto determinante. El caso es que ni el Centro de Información del Estado, ni la Biblioteca Central, vamos que ni la Municipal del Parque Lerdo, pudieron aportar gran cosa a la investigación documental que el avieso filólogo fortuito había decidido llevar a cabo, pués no guardaban en su acervo algo desglosante en cuanto a semejante misterio.
¿De dónde demontres habrían sacado los catedráticos aquella monada de mujer? Indubitablemente que todo se le estaba convirtiendo en una tormentosa obsesión: esos ojos acuamarinos, parodias de piedras preciosas incrustadas en algún monumento oriental; aquella forma de manipular los libros, los bolígrafos; los trazos hipotéticos en el aire, fulgores de recursos histriónicos estratégicos; la sonrisa trasmutada en puchero. Sin embargo, jamás se había percatado del físico.
Esto había sucedido apenas un rato antes, de súbito, sin darse cuenta, hasta el tiempo en que la estaba excrutando, tratando de explorar hasta los detalles más ocultos de su geografía corporal. Se sentía privilegiado de haber notado en primer plano los rasgos esenciales del ser, de haber cabalgado por el llano más profundo y abrupto. Tuvo la intención de acercarse a Icaza para plantearle alguno de los pormenores sucedidos en los últimos días; de cómo le habían echado del departamento sin dejarlo sacar siquiera algo de ropa; el desgano por la lectura y el estudio, su deambular por todas las calles desde hacía cinco noches; de cómo en un ataque de locura arrojó su mochila con cuadernos y libros dentro al canal del Chuviscar; la forma tan lastimosa en que le evadía la gente; decirle el por qué de la asistencia exclusivamente a las clases de la maestra Rotsé; la razón por la cual se sentía ignorado, acorralado, relegado, a tal grado que debió sentarse en el piso en la clase anterior, cuando llegó jadeando de tanto correr y por milagro encontró la puerta del salón abierta; solo que Lola no quiso desocupar la silla que había destinado para su bolsa de mano; el debió sentarse en el suelo, recargado a la pared, impelido por quién sabe qué sentimiento inicuo de inferioridad, asfixiante que le obligó a saborear la delicia fresca de la superficie.
Quería contarle de por qué entraba al edificio de la facultad escondiéndose de los maestros y de las odiosas secretarias; de cómo, una de esas veces vio a Papá y a Tía Rosy salir intempestivamente de la oficina del Director Turrubiates, ese asqueroso remedo de gachupín. Seguro que la pobre mujer iba enjugándose las lágrimas, pués habrían preguntado acerca de su situación en las calificaciones con respecto a los últimos meses. Era un hecho que no le convendría que le vieran en ningún momento. Pero sobre todo quería contarle de cómo lo extasiaban aquellos cigarrillos de importación francesa que generaban un denso humo cautivador, el cual duraba hasta horas en disiparse y cuyo aroma se le albergaba en su garganta hasta muy entrada la noche, cuando se encontraba recostado en algún porche de las tiendas de la Libertad o sobre los bordes amplios de las cuantiosas jardineras. Aquel humo que en forma de serpiente llegaba zigzagueante a sus narices, rozando el contorno de su boca, volviéndola árida, sedienta en el frenesí de la locura vespertina, imprecándole en silencio, sometiéndole, perdiéndole.
El sobresalto de la terrible realidad lo provocaba el que ya se encontraran encima los exámenes semestrales y él, Valerio, ya daba por absolutamente perdidas dos o tres materias y tambaleaba en filosofía de la cultura. Sin embargo, lo que más le apremiaba era comprender en su totalidad a Barthes, librarla en Análisis y crítica, pués se trataba de Rotsé. En lo definitivo, no podría entrar el próximo curso a su clase si no comprendía el proceso de los cuentos de hadas con pelos y señales. Por lo tanto, perdería por completo la oportunidad de estar en contacto con ella, la mujer que momento tras momento intrigaba más su curiosidad. Su intención era la de acercarse a su compañero incondicional, Icaza, quien había estado pendiente de él desde que habían entrado a la carrera. La estrategia consistía en pedirle los últimos apuntes, ya que según recordaba, se le había ocurrido la estúpida puntada de deshacerse de todos sus cuadernos, los cuales, para esas fechas ya estaban nadando con la tinta desparramada en quién sabe qué altura del desierto. Probablemente sería una excelente idea el pedirle ayuda para escribir el ensayo final del grado cero de la literatura, que fungiría como el ticket de entrada para el examen de cinco hojas del que se les había advertido desde el inicio de las clases.
¡Pero qué va! Mal se acercó y la cara de luna de su amigo ni siquiera se dignó a brindarle una sonrisa. Pensaba pedirle disculpas por la discusión pasada, en la que Valerio había puesto de relieve el derecho inalienable que tenía para que nadie se metiera con su vida y lo que hiciera de ella, especialmente cuando se trataba de faltar a la escuela o no cumplir con los trabajos que se encargaban: “Si sigues gastando el tiempo tan indiscriminadamente terminarás con un palmo de narices y una boleta grabada con puros ceros, pero bien redondos”. Así le había advertido Icaza una noche, al salir del Cinépolis, cuando consumían los minutos ingiriendo unas rosquillas glaseadas de mango, nuez y vainilla, tomando un chocolate pero bien caliente a pesar de estar en el mero pleno de la primavera, dentro del Cabin Donuts que se encontraba sobre la plaza comercial, frente al Futurama Vallarta. “Ya todos los maestros hablan mucho de ti, de lo que te sucede, de como te comportas...¡Eso! Tu comportamiento es lo que más les intriga...¿Sabes? La única que mantiene la boca cerrada, y me he fijado bien, es esa vieja, la mentada Rotsé, la loca esa que nos trajeron de España...Para mí que se trae algo, no me parece normal, además, eso de estar vistiéndose siempre con la misma ropa...Sus clases ¡Guácala! Se me hacen de lo más aburrido, casi siempre termino cabeceando o perdiéndome en un punto en la lejanía, mirando a través de la ventana del salón...Es la única materia en la que estoy pensando muy seriamente en mejor presentar un no ordinario...A este paso nunca llegaré a ser escritor,,,Pelándomelas en Crítica Literaria ¡Imagínate! No...Pero volviendo a lo de tu caso...
La furia le había nublado los sentidos. Lo recordaba bastante bien, tal como si lo hubiera vivido apenas unos instantes antes. Fue ahí donde Valerio ya no pudo aguantar más, siendo que unos momentos antes se entretenía mirando a su entorno. Las otras mesas, el mostrador de los pasteles, a la cajera. A los repartidores que entraban y salían con nuevos pedidos para entregar, acomodándose el casco de motociclistas o alisándose las chaquetas. Ahora veía fijamente a su interlocutor, mientras prensaba por debajo de la mesa los últimos despojos de un vaso de nieve seca. Al escuchar tantos improperios en contra de su musa sintió chispear el asogue inenarrable de un sentimiento de ira. La bandeja que contenía los bocados de harina salió volando tras el impulso frenético que le propinó Valerio al levantarse de súbito, empujando hacia atrás la silla, con los ojos centelleantes y la boca desfigurada. “¡Haber si vas procurando ser un poco menos metiche cabrón!...¡Con mis asuntos yo hago lo que se me viene en gana, y al que no le cuadre pués ni modo¡...¡En lo que a mí respecta te aconsejo que te claves más en tus problemas y resuélvelos antes de querer arreglar mi vida!”, retacó con el dedo índice sobre el pecho de Icaza, quien sólo acertó a avalanzarse fuera del alcance de aquella mole furibunda. “¡Pero te has vuelto loco...Yo nomás lo hago por tu bien...No hay razón para que te encanijes tanto, buey!”.
Valerio ya no escuchó la última parte. Nada más recuerda que salió esquivando las miradas sorprendidas de los otros comensales, las interrogantes de los meseros y la insistente del encargado del frasco de las propinas. Era por eso que comprendía la actitud de su amigo, si así podía llamarle, al querer abordarle y suplicarle una pequeña sesión para poder limar asperezas. “Sí hombre. Entiendo perfectamente que la regué. Pero debes agarrar la onda de que no estaba en mis cinco. Mira, si te acoplas a echarme la mano, luego yo te echo canilla en esta clase y en las otras. Por supuesto que en lo que no puedas pescar. ¿Sobres?”. Pero el gordo Icaza seguía con la mueca inmutable. Ni siquiera le volteaba a ver. Por toda respuesta extrajo una cajetilla de Raleighs y se llevó un cigarrillo a la boca, manteniendo sus ojos fijos en aquel mismo desorden de hacía un rato, para después levantarse en un movimiento acompasado y repentino, el cual Valerio consideró grosero y mucho más elocuente que cualquier otro insulto, de esos infringidos con la peor de las entonaciones. Se despidió con un largo suspiro y colocó la libreta bajo su axila, dándole la espalda al salón entero, con todo y bancas. Con el ceño fruncido Valerio le siguió con la mirada hasta el umbral de la puerta, hasta que el cuerpo de ciento seis kilogramos dobló a la izquierda, saliendo a la avalancha de futuros literatos que se dejó venir por los pasillos de toda la facultad. “Maldito infeliz, rencoroso...que vaya a la chingada el güey”, pensó.
Volteó hacia la figura femenina que se había avocado a la tarea de eliminar la tinta negra del pintaron. Vaciló un instante antes de decidirse a abordarla. Primero tenía que pensar bien las cosas, estructurar un argumento convincente, adaptarlo de acuerdo a las necesidades, un completo ensayo de “Por qué los maestros deben tolerarle a los alumnos todas las torpezas cometidas. Qué le diría: “Señora...o disculpe Señorita Rotsé...Pués hay dos que tres cosas que me encantaría tratar con usted...Es esa cuestión del trabajo final que nos encargó...Me es imposible entregárselo dentro de la fecha señalada...Me gustaría, claro, si se pudiera, que me concediera una prórroga...O bien si...” Sí, por supuesto que aquello le valdría muy bien, a esas alturas del partido, cascaría a la perfección. Nada más faltaba acercarse. Rotsé reaccionó de súbito, le envolvió con una mirada dulce y Valerio cedió, bajó la guardia y las ideas se le escaparon de la cabeza con forma de píloncillo. No supo qué decirle, el ensayo entero se le borró del disco y quedó impertérrito observándola. Ahora eran sólo ellos dos, ahí, frente a frente, tal y como lo había soñado desde hacía muchos días atrás, cuando la vio por vez primera.
- Dime Valerio, ¿Qué se te ofrece compañero?, ¿En qué te puedo ayudar?- espetó Rotsé.
-Pués...- Valerio sólo tartamudeaba. No acertaba a encontrar las palabras exactas para dirigirse a ella. Con dificultad le detalló a la maestra los pormenores del caso, su situación con respecto al final del semestre y de cuál sería un posible arreglo para solucionarla. La respuesta fue como él siempre imaginó que sería: ojos entornados y una ligera inclinación de cabeza al lado izquierdo. Por supuesto que la sonrisa no podía faltar y Rotsé dejó ver una finísima y perfecta hilera de dientes blancos(aspecto que le pareció extraño a Valerio, dada su costumbre de fumar a todas horas). Aquella maestra de análisis extrajo la cigarrera plateada de su bolsa de mano y la visión de otro Galousier fue materializada. El encendedor de oro se friccionó y el trance volvió a surtir efecto hasta en los detalles más ínfimos. Ya no importaban ni la facultad ni los términos legales; ya no importaban ni su tristeza ni su apuro por concluir con bien esa materia; ya no importaban ni Papa ni Tía Rosy saliendo llorando de las oficinas; ya no importaba el tétrico incidente en el centro comercial, cuando, en una de las paredes, se vio enmarcado en una serie de papeletas. Pero claro. La culpa de todo la tenía aquella locura repentina que le atacó de súbito, prácticamente sin avisar. No. Ahora nada de eso le importaba en lo más mínimo. Eran detalles ignorados dentro de su cabeza. Lo primordial era observar aquella Venus de los tiempos modernos y recrearse con su vista. Y no había más. Sintió una inextricable humedad en sus manos al observar cómo este cigarrillo también cumplía sus funciones. Se le formó un nudo en la garganta y solamente ansiaba que Rotsé dijera algo al fin.
- ¿Por qué no me acompañas a la cafetería?- pidió con finura -, en el camino hablamos.
- Claro...Por supuesto...Me encantaría...- Contestó Valerio.
- Hecho...Vamos pués- Sugirió Rotsé.
“Verás. Con mucho gusto te daría otra oportunidad, pero recuerda que eso no resultaría justo a los ojos de tus compañeros. ¿Te gustaría a ti que mientras tú te quemas las pestañas por las noches, durante todo el año, viniera alguien más a armarla así de fácil? Como dicen ustedes aquí en Chihuahua ¿Verdad que no es onda? Vayamos, pués, directamente al grano. Mira. Escribe el ensayo. Finalmente me lo llevas a casa. A esta dirección. Entonces veremos qué podemos hacer al respecto. ¿Te parece?.”
Curiosamente ya no hizo ningún ademán para acompañar sus palabras. Sencillamente abandonó a Valerio sentado a la mesa, justo en el centro de aquel sótano que en filosofía y Letras osaban llamar cafetería, aspirando el humo que era el residuo del último Galousier de la tarde. Leyó con avidez el papel que Rotsé le había entregado; las letras azules indicaban una dirección extraña, ajena a todo lo que el conocía de la ciudad. Pero no caviló mucho y se llevó la nota a la bolsa de la camisa, pensando en cómo comenzar el susodicho ensayo. De nuevo miró su entorno. Atisbó los rostros colocados en los otros lugares: cómo se llevaban los lonches a la boca; el café que se consumía minuto a minuto...Pero le resultaba absolutamente indiferente, justo como él les resultaba absolutamente indiferente a ellos. Un grupo de snobs que hablaba de René Descartes, le empujó bruscamente, en tanto que uno de sus integrantes le arrebataba la silla sin ningún miramiento. Valerio reaccionó alejándose del lugar. “Esto ya se volvió clásico... Este es el mundo de los dementes...nos tratan como si no existiéramos, no les importa nuestra presencia...Y yo que era tan frío con ese tipo de personas, ahora me he convertido en una de ellas, desquiciado...No encuentro la puerta...¡Dios bendito!”. Salió del lugar mesándose los cabellos, echando mientes a cuanto se topaba en su camino, prometiendo que si las cosas no cambiaban, pronto le haría compañía a su mochila, nadando en las aguas negras del Chuviscar. ¡Qué Demonios!.
La tarde comenzaba a caer, grisácea. Las nubes cooperaban cerrándose herméticamente, cubriendo los tenues rayos del sol por completo. Las luces mercuriales parpadeaban a lo largo del Periférico de la Juventud; la afluencia del tráfico se mostraba menos concurrida; uno o dos adolescentes desperdigados que salían del Conalep Dos; si mucho, alguna parejita de mano sudada; de pronto, los primeros indicios del término de la segunda función del Cinemark; una avalancha de carros se dejó venir, sacando a Valerio de su estado catatónico. En un ligero estremecimiento se percató de dónde se encontraba, así como también de que no tenía ni la más mínima idea de cómo había llegado hasta aquel punto. Se despabiló frotándose la cara con la palma de las dos manos. Ya no sabía qué era mejor, seguir adelante o dar marcha atrás. Una vez más quedaría mal ante la maestra, pués ni siquiera llevaba el ensayo consigo. Para qué querría llegar a la casa de la Profesora Rotsé. Tendría que inventar alguna otra historia trágica, que a fín de cuentas, al encontrarse frente aquella mirada penetrante y dulce, no se atrevería a contar. Recordó cómo se agarró a dar vueltas alrededor de la sala de consulta en la Biblioteca Central. Pero su ansiedad no le permitió enfocar sus pensamientos, de tal manera que incluso olvidó comprar papel y tinta.
También recordó el encabezado del Heraldo de Chihuahua, colocado sobre el anaquel que se encontraba situada a un lado de la entrada: “Extraña desaparición de jóvenes estudiantes de la Universidad Autónoma de Chihuahua”. Sintió un infinito coraje cuando un hombre ya mayor cometió la impertinencia de arrebatárselo, cuando él estaba a punto de tomarlo. Tal vez haya sido la combinación de todas esas acritudes lo que le bloqueó la mente y le impidió iniciar su trabajo. El hecho es que perdió la conciencia meditando y sumergiéndose en divagaciones. De nuevo trajo al instante los momentos anteriores: Icaza observando el montón de bachilleres, Lola y su arte vanguardista, los góticos y el antro, los pasillos de la Facultad, la cafetería conteniendo tanto humo, los snobs discutiendo acerca de cuestiones sociales, Tía Rosy llorando, Papá con la mirada perdida, el Cabin Donuts, el encargado de las propinas, su pequeño departamento en la Colonia Granjas, su mochila nadando en las procelosas aguas del Chuviscar, aquellos carteles ostentando su fotografía, la indiferencia de las personas...Nada tenía sentido. Para Valerio todas estas cosas carecían de la más remota hilvanación de hechos. No sabría ni de chiste, ni siquiera por intentarlo, señalar el punto exacto en que comenzó a perder el control sobre las piezas del ajedrez. En qué momento habría tomado la decisión de dar al traste con su vida.
El Periférico de la Juventud se extendía ante sus ojos. La serpiente de asfalto zigzagueaba, perdiéndose en la lejanía. Finalmente, Valerio arribó al Plaza Hollywood, donde la gente hormigueaba incesante, displicente. Se mesó las greñas tratando de volver en sí, más sus esfuerzos resultaban infructuosos. Optó por vagar a la deriva. Si bien la idea de estar en sus cinco sentidos la tenía muy a la mano, había algo, como una fuerza ajena a su ser, que le obligaba a recorrer un camino ya trazado. No importaba cuánto se empeñara en darle un cause al flujo de las cosas. Sencillamente el camino se desviaba al ritmo de un son desconocido, plagado de conjuros y tambores retumbando en su cerebro. De pronto, un sonido estruendoso le taladró los tímpanos. No pudo más y se llevó la diestra a la sién, cuando se suponía que tendría que reaccionar con un reflejo rápido y mucho más escandaloso. Se sorprendió de la constitución, del garbo que había logrado adquirir a través de esa especie esquizofrénica que hasta la fecha no había podido definir. Con un ligero vistazo se dio cuenta de que hacía más de una semana que no se cambiaba de ropa. Se le ocurrían frases que a veces embonaban, explicaciones fortuitas a misterios vagos. Una punzada le taladró el cráneo y no pudo evitar la emisión de un grito ahogado y el torrente de agua salina emanando desde sus ojos. Y ahí estaba. Turgente, erguida, sozobrante, majestuosa, intimidante, sombría, alegre, triste, única clase en su género. El menos atrevido la habría llamado madriguera de creaturas celestiales.
Más sin embargo no él, pués se encontraba sumamente confundido, fuera de quién sabe dónde, dentro de quién sabe qué. Y pensar que la casa de Rotsé ni siquiera variaba el estilo que las otras mostraban de una manera tan insípida, apagada, sin sentido, tan ignoradas. Frente a frente, atisbó un aire más que macabro, un tanto acogedor. Contempló de pé a pá hasta los detalles de aquel cubil de sombras, como emergido de la historia más vulgar de las novelas policíacas que acostumbraba leer. Llegó a la conclusión de que esas no eran otra cosa que imágenes, enfocadas desde una perspectiva angustiante. No fue otra cosa más que angustia la que se apoderó de él cuando unos días antes le echaron del departamento, siendo la víctima total de la indiferencia de una casera que pasó por encima de él, ignorando su presencia por completo; no fue otra cosa más que angustia lo que le prohibía la consecución de una existencia plena; no fue otra cosa más que angustia lo que le orilló a vivir en las calles, a comer de los botes de la basura en la Calle Libertad, a dormir en alguna de las bancas públicas sobre la Plaza de Armas, frente a Palacio de Gobierno; a buscar en los contenedores colocados a las afueras de los Pizza Huts.
Ya estaba hasta el hartazgo de los recuerdos. Estaba a punto de decidirse a cruzar el umbral de algo que el ignoraba, pero no dejaba de ser palpitante. Sin quererlo pensó de cómo resultaba verdaderamente adjetiva pero a la vez ridícula su postura. Estaba haciendo toda una odisea del simple acto de acudir a una cita concertada por su maestra de análisis literario. Lo peor del asunto es que sí sabía perfectamente que aquello sería un acontecimiento fuera de lo común y cualquier denotación de misterio no le sería ajeno ni mucho menos extraño. No le habría costado nada, en lo absoluto, el darse la vuelta y marcharse sin decir oxte ni moxte, pero el caso es que su más grande afán era el de que quería ver a Rotsé. Las fantasías más atiborrantes en su cerebro confluían en esa mirada soporífera, atenazadora, embrujante. Y el humo de los Galousiers, de los cigarrillos franceses que vaya a saber como los conseguía ahí, en medio del desierto y tan lejos del Barrio Latino. Realmente le extrañaba lo asqueroso de este mundo. La forma en que se suscitaban los acontecimientos le confundía sobremanera. Pero el humo de los cigarrillos franceses lo hacía situarse en otra dimensión, tal vez muy superior a la que regularmente se encontraba acostumbrado a sufrir. Pero el caso es que su principal problema era el de entrar o no entrar a la guarida tan rara que se mostraba delante de él. Apretó los puños y emitió un ligero gemido, tragándose un líquido que más que saliva, parecía un ácido que le quemaba el paladar.
Fueron poco más o menos quince los minutos que empleó en el proceso de decidirse a accionar el timbre que se encontraba a un lado del cancel. A final de cuentas lo hizo sin vacilar. Un movimiento uniforme que le llevó a presionar el botón con el dedo índice, sin la menor preocupación. Se percató de que el sonido del timbre distaba mucho de ser audible desde el exterior. Esperaba uno de esos momentos de misterio que veía mucho en las películas del club de cinematografía, en donde las puertas se abrían solas o aparecía un mayordomo de siniestro aspecto. Sin embargo, pronto pudo escuchar unos pasos suaves y acompasados que provenían de la escalinata. La misma silueta femenina que tenía la delicia de apreciar en el salón de clases mientras sus demás compañeros se distraían en otras actividades, se dejó ver con aquella sonrisa desdibujada en el rostro. Su manera de vestir desencajaba en el tenor de la construcción. No obstante, su porte, esa personalidad, sencillamente manifestaba una increíble compatibilidad con el resto del panorama. Con un ademán le invitó a que pasara y ahí terminó todo trato que él sostenía con la realidad. Un clima denso, ensoñador, le envolvió y ya no pudo soportarlo más. “Maestra. Con mucha vergüenza le vengo a decir que ya no me fue posible acabar con ese ensayo. Ni siquiera logré concentrarme y es para mí motivo de tristeza el que usted vaya a creer que soy un insoportable que anda mendingando la calificación...”
La mano de Rotsé le impidió continuar con aquel absurdo discurso. Se dio cuenta que en la otra mano ya se encontraba un genuino Galousier, listo para ser fumado. No podía creerlo. Estaba a la merced del humo de un cigarrillo de facturación europea. Vaya que era una situación inaudita, exasperante. Comenzaba a comprenderlo, aunque muy tarde. Era ese influjo que los Galousier de su profesora ejercían sobre su persona lo que le traía loco. Y pensar que nunca lo pudo entender desde un principio; que nunca pudo entender que ahí radicaba el epicentro de sus alucinaciones, de su desequilibrio mental y de la agonía espiritual de la cual era víctima. La paranoia, sin lugar a dudas se originó ahí, en aquella fuente de perdición asquerosa pero que tanto le cautivaba. Fue conducido como un muerto viviente a lo largo de un largo pasillo oscuro que se extendía apenas si se terminaban los escalones de baldosas un tanto derruidas, cuyo estado no fue nada perceptible a la vista. De la mano de la catedrática española, de su catedrática preferida, fue conducido a través de un túnel que despedía un olor mortuorio, fétido. Así fue como se dio cuenta que era ese, precisamente el verdadero olor de los cigarrillos franceses que tanto adoraba. No era el olor intrínseco del pasillo, sino Rotsé, y nadie más. Aquel aroma de putrefacción no emergía de las paredes del lugar. Se trataba de un detalle más complejo. Las crueles intenciones escondidas tras de una máscara de inocencia y de buena voluntad. Todo lo que le rodeaba le gritaba que su deber inmediato era el de escapar sin importar cómo. Simplemente largarse, desprenderse de las garras del demonio que le tenía asido y vivir. Ahora sí, vivir.
Dicen que al final de cualquier túnel existe una luz. El sólo vio un recinto más negro y protervo, pero jamás la luz de la esperanza. La sonrisa de Rotsé se tornó en cínica e insoportable cuando le mostró una sala en donde estaban sentados, en círculo, otros seis jóvenes con una mirada perdida en el espacio y respirando en medio de una neblina con marca de Galousier. “Tú eres el séptimo querido mío, es cuestión de que sepas integrarte con tus otros hermanos, quienes compartirán tu pasión y tus devaneos, tu lujuria y tu éxtasis, tu euforia...”. El grito salvador de una bestia y unas uñas que se le clavaron en la mejilla derecha le hicieron volver en sí, le sacaron del trance y por fín volvió a ver las cosas tal como són. No era una mujer hermosa quien le tomó la mano para conducirlo, sino la execrable viva imagen de un grotesco esperpento, senil, símbolo del afán retrograda, de los retrocesos que aquejan a los corazones, de la negación al progreso y a la evolución. Ahora sí lo veía todo bien, pero bien claro. Realmente nunca entendió a Roland Barthes ni su grado cero de la escritura, sino que alguien le hizo creer que le entendía y por eso nunca pudo elaborar un triste ensayo; realmente el Gordo Icaza no le odiaba, seguía siendo su amigo, sólo que aquella maldición lo volvió totalmente invisible todo ese tiempo e inaudible a los oidos de su compañero de correrías, quien a esas alturas se estaría preguntando de su paradero, al igual que mucha gente, pués le creían desaparecido, tal vez muerto; realmente, lo mismo sucedió con los góticos que se sentaban en la esquina a la extrema derecha del salón de clases, quienes al no percatarse de su presencia, le aventaron atropelladamente; y los snobs en la cafetería, el señor ya mayor que le arrebató el periódico, su casera que le rentaba el departamento; Tía Rosy y Papá, llorando luego de preguntarle al Director Turrubiates acerca de si tenían noticia alguna de su retoño; esas fotografías suyas que sorprendentemente veía pegadas en los postes de la luz, las paradas de los urbanos y los centros comerciales, no eran otra cosa que posters anunciando que “Se Busca, joven de tez bla bla bla, con señas particulares equis y posibles daños sicológicos...”; más, la indiferencia de las personas.
Bendito sea aquel ataque felino, originado del miedo natural que los animales tienen a lo que resulta completamente anormal. Porque Valerio ya se había convertido en un ente fuera de la normalidad, aguantando ese sufrimiento silencioso, callado. Se dio cuenta de todo lo que vivió en los últimos días en unos cuantos segundos y cuando despertó, la anciana famélica le observaba con expectación, aterrada ante la expectativa de lo que iba a suceder, ahora que su embrujado se había liberado del contacto de sus manos que de tan arrugadas parecían envueltas en papel de china y del encantamiento que le provocaba su costumbre de fumar. Por fin se disipó el eclipse que le impedía ver la realidad, al ser tembeleque y marchito que era Rotsé. Se sintió sumamente dichoso de su suerte, de la felicidad de encontrarse libre de los conjuros. Fue el horror de volver a aquel estado catatónico lo que le llevó a descargar un puñetazo sobre la humanidad, por llamarle de alguna forma, de la bruja cuando ésta hizo el ademán de encender otro Galousier y girar sobre su propio eje para volver en sus pasos, pisando materiales que crujían, tirados a lo largo de ese pasillo que tenía olor a putrefacción, a añejo, a viejo, a obsoleto e inútil. En un instante Valerio rompió con el pasado y con los atavismos que paran el andar de todo hombre y corriendo salió de la casa sin atender a los insultos y amenazas que escuchaba detrás de él.
Ya fuera, el aire le dio de lleno en el rostro. Miró la cara afable de la luna y la quiso más que nunca. Miró la intermitente luz de las estrellas que le sonreían dándole la bienvenida. Las nubes se habían desvanecido. Saludó a un perro que se le acercó a lamerle la mano y olerle la entrepierna. Miró las plantas de los lotes baldíos y le parecieron hermosas. Nunca antes había sentido tanta alegría de poseer una existencia que le permitiera ser el testigo de los elementos. No le importaba si era alto o chaparro, feo o bonito, moreno o rubio, atlético o endeble. Solamente se hizo el propósito de caminar triunfante, correr veloz de puro gusto. Miró las luces del Periférico de la Juventud y sintió un gran alivio.
Gustavo Urquiza Valdez
Una bocanada más y la maestra de análisis terminaba con la vida de su último Galousier. Roland Barthes se presentaba más comprensible a través de aquellas densas cortinas de humo pesado; sus principales puntos se desglosaban ligeramente en la mímica y las gesticulaciones de aquella doctora en letras clásicas. La penumbra del texto se iluminaba con la oruga de cenizas del cigarrillo encendido. Valerio sopesó la situación lanzando una mirada furtiva a su alrededor: Icaza a su lado, se entretenía con la contemplación de un montón de bachilleres jugando a la “bolita” sobre el césped de los jardines; Lola transcribía un ensayo de arte vanguardista para el taller del licenciado Artello; el montón de góticos que siempre encontraba su lugar en la esquina de la extrema derecha del salón discutía acerca de la pulcritud en el estilo de Marx y de cuál sería el mejor antro candidateado para visitar esa noche después de entrar en los seminarios o tal vez hacerse la rata, el caso es que no podían definirse entre la Roca o la Cloaca. Pero Valerio, como en suspenso, seguía poniéndole toda su atención a la silueta femenina colocada al frente. Cayó en el veinte de que jamás le había concedido un análisis más concienzudo al físico de esta mujer, sin embargo le solazaba la quietud con la cual se erguía, las muecas de las que debía echar mano para hacerse entender en lo umbrío de los escritos manejados en la disciplina atendida en ese cuarto número doscientos cinco de la Facultad de Filosofía y Letras.
Era esbelta, ostentando esa acostumbrada belleza mística que caracterizaba a las escandinavas del tiempo de la resurrección de los dioses, justo cómo él había leído tantas veces, de niño, en los compendios de mitología universal de Sender; su cabello rojizo se desparramaba por el espacio, cayéndole sobre los sinuosos y bien silueteados hombros, ondulándose según el movimiento al que obedecía en el momento; sobresalía el hecho de que siempre llevaba puesta la misma blusa blanca con chispas azules, el mismo pantalón de pinzas y los zapatos negros de tacón alto. Generalmente terminaba en el monótono y angustiante punto de preguntarles a todos los presentes, uno por uno, acerca de lo que habían tenido a bien captar de su cátedra, con el conocimiento previo de que nadie le contestaría lo absolutamente correcto. Ahí era cuando Valerio comenzaba a sudar gotas gruesas; en su bigote se generaba un líquido salino y asquerosamente molesto que le irritaba sobremanera, utilizando un tic muy tradicional en él, que consistía en pasar la punta de su lengua de lado a lado de la boca en repetidas ocasiones; comenzaba a remolinearse sobre la silla, mirando de soslayo a la puerta, como esperando el momento adecuado para salir gritando. Pero en vez de eso, se limitaba a esperar la dulce mirada penetrante de su profesora predilecta y la interpelación subsecuente, para finalmente concluir siendo quien más se acercaba a la verdad: Roland Barthes resultaba un asco.
El salón entero volvía a la vida, las respiraciones contenidas fluían de nuevo. Lola se levantaba paulatinamente, revisando los últimos detalles de su trabajo y desde luego, tratando de maniobrar con mochila, cuadernos y un vaso de Capuchino, todo al mismo tiempo; el gordo Icaza se sobreponía a la visión de una mole de color blanquigrisácea colocada al centro del jardín frontal, visible gracias a los empañados vidrios de las ventanas de marcos dobleteados en el frenesí de un extraño experimento de herrería; los góticos agarraban sus cuadernos con indiferencia extrema para luego salir apresurados llevándoselo casi por entre las patas. Pero él continuaba ahí, observando el avecine de la avalancha y la expansión de aquel diminuto big bang desarrollándose delante de sus ojos. El único movimiento derivado de lo que bien podría llamarse reacción pensada era el de que solamente acertaba a encuadrar por entre sus cristales a ese encanto llamado Rotsé. ¿Qué clase de nombre era este para una mujer egresada con honores a la excelencia académica en la Universidad Complutense de Madrid?
En primer lugar era de origen sevillano y lo cierto es que no se le apreciaba por ningún lado la aproximación francesa o alemana; el denominativo, en definitiva, no podría ser italiano pués ya se había encargado del asunto en un diccionario de heráldica y patronímicos de la Dolce Patria, cuestión que le obligó a llegar a tal punto de declararlo inexistente, invalidado. Probablemente alguna originalidad de sus mismos padres, quienes, al notar en el bebé esos perfiles místicos y su rara hermosura, decidieron bautizarla bajo un concepto determinante. El caso es que ni el Centro de Información del Estado, ni la Biblioteca Central, vamos que ni la Municipal del Parque Lerdo, pudieron aportar gran cosa a la investigación documental que el avieso filólogo fortuito había decidido llevar a cabo, pués no guardaban en su acervo algo desglosante en cuanto a semejante misterio.
¿De dónde demontres habrían sacado los catedráticos aquella monada de mujer? Indubitablemente que todo se le estaba convirtiendo en una tormentosa obsesión: esos ojos acuamarinos, parodias de piedras preciosas incrustadas en algún monumento oriental; aquella forma de manipular los libros, los bolígrafos; los trazos hipotéticos en el aire, fulgores de recursos histriónicos estratégicos; la sonrisa trasmutada en puchero. Sin embargo, jamás se había percatado del físico.
Esto había sucedido apenas un rato antes, de súbito, sin darse cuenta, hasta el tiempo en que la estaba excrutando, tratando de explorar hasta los detalles más ocultos de su geografía corporal. Se sentía privilegiado de haber notado en primer plano los rasgos esenciales del ser, de haber cabalgado por el llano más profundo y abrupto. Tuvo la intención de acercarse a Icaza para plantearle alguno de los pormenores sucedidos en los últimos días; de cómo le habían echado del departamento sin dejarlo sacar siquiera algo de ropa; el desgano por la lectura y el estudio, su deambular por todas las calles desde hacía cinco noches; de cómo en un ataque de locura arrojó su mochila con cuadernos y libros dentro al canal del Chuviscar; la forma tan lastimosa en que le evadía la gente; decirle el por qué de la asistencia exclusivamente a las clases de la maestra Rotsé; la razón por la cual se sentía ignorado, acorralado, relegado, a tal grado que debió sentarse en el piso en la clase anterior, cuando llegó jadeando de tanto correr y por milagro encontró la puerta del salón abierta; solo que Lola no quiso desocupar la silla que había destinado para su bolsa de mano; el debió sentarse en el suelo, recargado a la pared, impelido por quién sabe qué sentimiento inicuo de inferioridad, asfixiante que le obligó a saborear la delicia fresca de la superficie.
Quería contarle de por qué entraba al edificio de la facultad escondiéndose de los maestros y de las odiosas secretarias; de cómo, una de esas veces vio a Papá y a Tía Rosy salir intempestivamente de la oficina del Director Turrubiates, ese asqueroso remedo de gachupín. Seguro que la pobre mujer iba enjugándose las lágrimas, pués habrían preguntado acerca de su situación en las calificaciones con respecto a los últimos meses. Era un hecho que no le convendría que le vieran en ningún momento. Pero sobre todo quería contarle de cómo lo extasiaban aquellos cigarrillos de importación francesa que generaban un denso humo cautivador, el cual duraba hasta horas en disiparse y cuyo aroma se le albergaba en su garganta hasta muy entrada la noche, cuando se encontraba recostado en algún porche de las tiendas de la Libertad o sobre los bordes amplios de las cuantiosas jardineras. Aquel humo que en forma de serpiente llegaba zigzagueante a sus narices, rozando el contorno de su boca, volviéndola árida, sedienta en el frenesí de la locura vespertina, imprecándole en silencio, sometiéndole, perdiéndole.
El sobresalto de la terrible realidad lo provocaba el que ya se encontraran encima los exámenes semestrales y él, Valerio, ya daba por absolutamente perdidas dos o tres materias y tambaleaba en filosofía de la cultura. Sin embargo, lo que más le apremiaba era comprender en su totalidad a Barthes, librarla en Análisis y crítica, pués se trataba de Rotsé. En lo definitivo, no podría entrar el próximo curso a su clase si no comprendía el proceso de los cuentos de hadas con pelos y señales. Por lo tanto, perdería por completo la oportunidad de estar en contacto con ella, la mujer que momento tras momento intrigaba más su curiosidad. Su intención era la de acercarse a su compañero incondicional, Icaza, quien había estado pendiente de él desde que habían entrado a la carrera. La estrategia consistía en pedirle los últimos apuntes, ya que según recordaba, se le había ocurrido la estúpida puntada de deshacerse de todos sus cuadernos, los cuales, para esas fechas ya estaban nadando con la tinta desparramada en quién sabe qué altura del desierto. Probablemente sería una excelente idea el pedirle ayuda para escribir el ensayo final del grado cero de la literatura, que fungiría como el ticket de entrada para el examen de cinco hojas del que se les había advertido desde el inicio de las clases.
¡Pero qué va! Mal se acercó y la cara de luna de su amigo ni siquiera se dignó a brindarle una sonrisa. Pensaba pedirle disculpas por la discusión pasada, en la que Valerio había puesto de relieve el derecho inalienable que tenía para que nadie se metiera con su vida y lo que hiciera de ella, especialmente cuando se trataba de faltar a la escuela o no cumplir con los trabajos que se encargaban: “Si sigues gastando el tiempo tan indiscriminadamente terminarás con un palmo de narices y una boleta grabada con puros ceros, pero bien redondos”. Así le había advertido Icaza una noche, al salir del Cinépolis, cuando consumían los minutos ingiriendo unas rosquillas glaseadas de mango, nuez y vainilla, tomando un chocolate pero bien caliente a pesar de estar en el mero pleno de la primavera, dentro del Cabin Donuts que se encontraba sobre la plaza comercial, frente al Futurama Vallarta. “Ya todos los maestros hablan mucho de ti, de lo que te sucede, de como te comportas...¡Eso! Tu comportamiento es lo que más les intriga...¿Sabes? La única que mantiene la boca cerrada, y me he fijado bien, es esa vieja, la mentada Rotsé, la loca esa que nos trajeron de España...Para mí que se trae algo, no me parece normal, además, eso de estar vistiéndose siempre con la misma ropa...Sus clases ¡Guácala! Se me hacen de lo más aburrido, casi siempre termino cabeceando o perdiéndome en un punto en la lejanía, mirando a través de la ventana del salón...Es la única materia en la que estoy pensando muy seriamente en mejor presentar un no ordinario...A este paso nunca llegaré a ser escritor,,,Pelándomelas en Crítica Literaria ¡Imagínate! No...Pero volviendo a lo de tu caso...
La furia le había nublado los sentidos. Lo recordaba bastante bien, tal como si lo hubiera vivido apenas unos instantes antes. Fue ahí donde Valerio ya no pudo aguantar más, siendo que unos momentos antes se entretenía mirando a su entorno. Las otras mesas, el mostrador de los pasteles, a la cajera. A los repartidores que entraban y salían con nuevos pedidos para entregar, acomodándose el casco de motociclistas o alisándose las chaquetas. Ahora veía fijamente a su interlocutor, mientras prensaba por debajo de la mesa los últimos despojos de un vaso de nieve seca. Al escuchar tantos improperios en contra de su musa sintió chispear el asogue inenarrable de un sentimiento de ira. La bandeja que contenía los bocados de harina salió volando tras el impulso frenético que le propinó Valerio al levantarse de súbito, empujando hacia atrás la silla, con los ojos centelleantes y la boca desfigurada. “¡Haber si vas procurando ser un poco menos metiche cabrón!...¡Con mis asuntos yo hago lo que se me viene en gana, y al que no le cuadre pués ni modo¡...¡En lo que a mí respecta te aconsejo que te claves más en tus problemas y resuélvelos antes de querer arreglar mi vida!”, retacó con el dedo índice sobre el pecho de Icaza, quien sólo acertó a avalanzarse fuera del alcance de aquella mole furibunda. “¡Pero te has vuelto loco...Yo nomás lo hago por tu bien...No hay razón para que te encanijes tanto, buey!”.
Valerio ya no escuchó la última parte. Nada más recuerda que salió esquivando las miradas sorprendidas de los otros comensales, las interrogantes de los meseros y la insistente del encargado del frasco de las propinas. Era por eso que comprendía la actitud de su amigo, si así podía llamarle, al querer abordarle y suplicarle una pequeña sesión para poder limar asperezas. “Sí hombre. Entiendo perfectamente que la regué. Pero debes agarrar la onda de que no estaba en mis cinco. Mira, si te acoplas a echarme la mano, luego yo te echo canilla en esta clase y en las otras. Por supuesto que en lo que no puedas pescar. ¿Sobres?”. Pero el gordo Icaza seguía con la mueca inmutable. Ni siquiera le volteaba a ver. Por toda respuesta extrajo una cajetilla de Raleighs y se llevó un cigarrillo a la boca, manteniendo sus ojos fijos en aquel mismo desorden de hacía un rato, para después levantarse en un movimiento acompasado y repentino, el cual Valerio consideró grosero y mucho más elocuente que cualquier otro insulto, de esos infringidos con la peor de las entonaciones. Se despidió con un largo suspiro y colocó la libreta bajo su axila, dándole la espalda al salón entero, con todo y bancas. Con el ceño fruncido Valerio le siguió con la mirada hasta el umbral de la puerta, hasta que el cuerpo de ciento seis kilogramos dobló a la izquierda, saliendo a la avalancha de futuros literatos que se dejó venir por los pasillos de toda la facultad. “Maldito infeliz, rencoroso...que vaya a la chingada el güey”, pensó.
Volteó hacia la figura femenina que se había avocado a la tarea de eliminar la tinta negra del pintaron. Vaciló un instante antes de decidirse a abordarla. Primero tenía que pensar bien las cosas, estructurar un argumento convincente, adaptarlo de acuerdo a las necesidades, un completo ensayo de “Por qué los maestros deben tolerarle a los alumnos todas las torpezas cometidas. Qué le diría: “Señora...o disculpe Señorita Rotsé...Pués hay dos que tres cosas que me encantaría tratar con usted...Es esa cuestión del trabajo final que nos encargó...Me es imposible entregárselo dentro de la fecha señalada...Me gustaría, claro, si se pudiera, que me concediera una prórroga...O bien si...” Sí, por supuesto que aquello le valdría muy bien, a esas alturas del partido, cascaría a la perfección. Nada más faltaba acercarse. Rotsé reaccionó de súbito, le envolvió con una mirada dulce y Valerio cedió, bajó la guardia y las ideas se le escaparon de la cabeza con forma de píloncillo. No supo qué decirle, el ensayo entero se le borró del disco y quedó impertérrito observándola. Ahora eran sólo ellos dos, ahí, frente a frente, tal y como lo había soñado desde hacía muchos días atrás, cuando la vio por vez primera.
- Dime Valerio, ¿Qué se te ofrece compañero?, ¿En qué te puedo ayudar?- espetó Rotsé.
-Pués...- Valerio sólo tartamudeaba. No acertaba a encontrar las palabras exactas para dirigirse a ella. Con dificultad le detalló a la maestra los pormenores del caso, su situación con respecto al final del semestre y de cuál sería un posible arreglo para solucionarla. La respuesta fue como él siempre imaginó que sería: ojos entornados y una ligera inclinación de cabeza al lado izquierdo. Por supuesto que la sonrisa no podía faltar y Rotsé dejó ver una finísima y perfecta hilera de dientes blancos(aspecto que le pareció extraño a Valerio, dada su costumbre de fumar a todas horas). Aquella maestra de análisis extrajo la cigarrera plateada de su bolsa de mano y la visión de otro Galousier fue materializada. El encendedor de oro se friccionó y el trance volvió a surtir efecto hasta en los detalles más ínfimos. Ya no importaban ni la facultad ni los términos legales; ya no importaban ni su tristeza ni su apuro por concluir con bien esa materia; ya no importaban ni Papa ni Tía Rosy saliendo llorando de las oficinas; ya no importaba el tétrico incidente en el centro comercial, cuando, en una de las paredes, se vio enmarcado en una serie de papeletas. Pero claro. La culpa de todo la tenía aquella locura repentina que le atacó de súbito, prácticamente sin avisar. No. Ahora nada de eso le importaba en lo más mínimo. Eran detalles ignorados dentro de su cabeza. Lo primordial era observar aquella Venus de los tiempos modernos y recrearse con su vista. Y no había más. Sintió una inextricable humedad en sus manos al observar cómo este cigarrillo también cumplía sus funciones. Se le formó un nudo en la garganta y solamente ansiaba que Rotsé dijera algo al fin.
- ¿Por qué no me acompañas a la cafetería?- pidió con finura -, en el camino hablamos.
- Claro...Por supuesto...Me encantaría...- Contestó Valerio.
- Hecho...Vamos pués- Sugirió Rotsé.
“Verás. Con mucho gusto te daría otra oportunidad, pero recuerda que eso no resultaría justo a los ojos de tus compañeros. ¿Te gustaría a ti que mientras tú te quemas las pestañas por las noches, durante todo el año, viniera alguien más a armarla así de fácil? Como dicen ustedes aquí en Chihuahua ¿Verdad que no es onda? Vayamos, pués, directamente al grano. Mira. Escribe el ensayo. Finalmente me lo llevas a casa. A esta dirección. Entonces veremos qué podemos hacer al respecto. ¿Te parece?.”
Curiosamente ya no hizo ningún ademán para acompañar sus palabras. Sencillamente abandonó a Valerio sentado a la mesa, justo en el centro de aquel sótano que en filosofía y Letras osaban llamar cafetería, aspirando el humo que era el residuo del último Galousier de la tarde. Leyó con avidez el papel que Rotsé le había entregado; las letras azules indicaban una dirección extraña, ajena a todo lo que el conocía de la ciudad. Pero no caviló mucho y se llevó la nota a la bolsa de la camisa, pensando en cómo comenzar el susodicho ensayo. De nuevo miró su entorno. Atisbó los rostros colocados en los otros lugares: cómo se llevaban los lonches a la boca; el café que se consumía minuto a minuto...Pero le resultaba absolutamente indiferente, justo como él les resultaba absolutamente indiferente a ellos. Un grupo de snobs que hablaba de René Descartes, le empujó bruscamente, en tanto que uno de sus integrantes le arrebataba la silla sin ningún miramiento. Valerio reaccionó alejándose del lugar. “Esto ya se volvió clásico... Este es el mundo de los dementes...nos tratan como si no existiéramos, no les importa nuestra presencia...Y yo que era tan frío con ese tipo de personas, ahora me he convertido en una de ellas, desquiciado...No encuentro la puerta...¡Dios bendito!”. Salió del lugar mesándose los cabellos, echando mientes a cuanto se topaba en su camino, prometiendo que si las cosas no cambiaban, pronto le haría compañía a su mochila, nadando en las aguas negras del Chuviscar. ¡Qué Demonios!.
La tarde comenzaba a caer, grisácea. Las nubes cooperaban cerrándose herméticamente, cubriendo los tenues rayos del sol por completo. Las luces mercuriales parpadeaban a lo largo del Periférico de la Juventud; la afluencia del tráfico se mostraba menos concurrida; uno o dos adolescentes desperdigados que salían del Conalep Dos; si mucho, alguna parejita de mano sudada; de pronto, los primeros indicios del término de la segunda función del Cinemark; una avalancha de carros se dejó venir, sacando a Valerio de su estado catatónico. En un ligero estremecimiento se percató de dónde se encontraba, así como también de que no tenía ni la más mínima idea de cómo había llegado hasta aquel punto. Se despabiló frotándose la cara con la palma de las dos manos. Ya no sabía qué era mejor, seguir adelante o dar marcha atrás. Una vez más quedaría mal ante la maestra, pués ni siquiera llevaba el ensayo consigo. Para qué querría llegar a la casa de la Profesora Rotsé. Tendría que inventar alguna otra historia trágica, que a fín de cuentas, al encontrarse frente aquella mirada penetrante y dulce, no se atrevería a contar. Recordó cómo se agarró a dar vueltas alrededor de la sala de consulta en la Biblioteca Central. Pero su ansiedad no le permitió enfocar sus pensamientos, de tal manera que incluso olvidó comprar papel y tinta.
También recordó el encabezado del Heraldo de Chihuahua, colocado sobre el anaquel que se encontraba situada a un lado de la entrada: “Extraña desaparición de jóvenes estudiantes de la Universidad Autónoma de Chihuahua”. Sintió un infinito coraje cuando un hombre ya mayor cometió la impertinencia de arrebatárselo, cuando él estaba a punto de tomarlo. Tal vez haya sido la combinación de todas esas acritudes lo que le bloqueó la mente y le impidió iniciar su trabajo. El hecho es que perdió la conciencia meditando y sumergiéndose en divagaciones. De nuevo trajo al instante los momentos anteriores: Icaza observando el montón de bachilleres, Lola y su arte vanguardista, los góticos y el antro, los pasillos de la Facultad, la cafetería conteniendo tanto humo, los snobs discutiendo acerca de cuestiones sociales, Tía Rosy llorando, Papá con la mirada perdida, el Cabin Donuts, el encargado de las propinas, su pequeño departamento en la Colonia Granjas, su mochila nadando en las procelosas aguas del Chuviscar, aquellos carteles ostentando su fotografía, la indiferencia de las personas...Nada tenía sentido. Para Valerio todas estas cosas carecían de la más remota hilvanación de hechos. No sabría ni de chiste, ni siquiera por intentarlo, señalar el punto exacto en que comenzó a perder el control sobre las piezas del ajedrez. En qué momento habría tomado la decisión de dar al traste con su vida.
El Periférico de la Juventud se extendía ante sus ojos. La serpiente de asfalto zigzagueaba, perdiéndose en la lejanía. Finalmente, Valerio arribó al Plaza Hollywood, donde la gente hormigueaba incesante, displicente. Se mesó las greñas tratando de volver en sí, más sus esfuerzos resultaban infructuosos. Optó por vagar a la deriva. Si bien la idea de estar en sus cinco sentidos la tenía muy a la mano, había algo, como una fuerza ajena a su ser, que le obligaba a recorrer un camino ya trazado. No importaba cuánto se empeñara en darle un cause al flujo de las cosas. Sencillamente el camino se desviaba al ritmo de un son desconocido, plagado de conjuros y tambores retumbando en su cerebro. De pronto, un sonido estruendoso le taladró los tímpanos. No pudo más y se llevó la diestra a la sién, cuando se suponía que tendría que reaccionar con un reflejo rápido y mucho más escandaloso. Se sorprendió de la constitución, del garbo que había logrado adquirir a través de esa especie esquizofrénica que hasta la fecha no había podido definir. Con un ligero vistazo se dio cuenta de que hacía más de una semana que no se cambiaba de ropa. Se le ocurrían frases que a veces embonaban, explicaciones fortuitas a misterios vagos. Una punzada le taladró el cráneo y no pudo evitar la emisión de un grito ahogado y el torrente de agua salina emanando desde sus ojos. Y ahí estaba. Turgente, erguida, sozobrante, majestuosa, intimidante, sombría, alegre, triste, única clase en su género. El menos atrevido la habría llamado madriguera de creaturas celestiales.
Más sin embargo no él, pués se encontraba sumamente confundido, fuera de quién sabe dónde, dentro de quién sabe qué. Y pensar que la casa de Rotsé ni siquiera variaba el estilo que las otras mostraban de una manera tan insípida, apagada, sin sentido, tan ignoradas. Frente a frente, atisbó un aire más que macabro, un tanto acogedor. Contempló de pé a pá hasta los detalles de aquel cubil de sombras, como emergido de la historia más vulgar de las novelas policíacas que acostumbraba leer. Llegó a la conclusión de que esas no eran otra cosa que imágenes, enfocadas desde una perspectiva angustiante. No fue otra cosa más que angustia la que se apoderó de él cuando unos días antes le echaron del departamento, siendo la víctima total de la indiferencia de una casera que pasó por encima de él, ignorando su presencia por completo; no fue otra cosa más que angustia lo que le prohibía la consecución de una existencia plena; no fue otra cosa más que angustia lo que le orilló a vivir en las calles, a comer de los botes de la basura en la Calle Libertad, a dormir en alguna de las bancas públicas sobre la Plaza de Armas, frente a Palacio de Gobierno; a buscar en los contenedores colocados a las afueras de los Pizza Huts.
Ya estaba hasta el hartazgo de los recuerdos. Estaba a punto de decidirse a cruzar el umbral de algo que el ignoraba, pero no dejaba de ser palpitante. Sin quererlo pensó de cómo resultaba verdaderamente adjetiva pero a la vez ridícula su postura. Estaba haciendo toda una odisea del simple acto de acudir a una cita concertada por su maestra de análisis literario. Lo peor del asunto es que sí sabía perfectamente que aquello sería un acontecimiento fuera de lo común y cualquier denotación de misterio no le sería ajeno ni mucho menos extraño. No le habría costado nada, en lo absoluto, el darse la vuelta y marcharse sin decir oxte ni moxte, pero el caso es que su más grande afán era el de que quería ver a Rotsé. Las fantasías más atiborrantes en su cerebro confluían en esa mirada soporífera, atenazadora, embrujante. Y el humo de los Galousiers, de los cigarrillos franceses que vaya a saber como los conseguía ahí, en medio del desierto y tan lejos del Barrio Latino. Realmente le extrañaba lo asqueroso de este mundo. La forma en que se suscitaban los acontecimientos le confundía sobremanera. Pero el humo de los cigarrillos franceses lo hacía situarse en otra dimensión, tal vez muy superior a la que regularmente se encontraba acostumbrado a sufrir. Pero el caso es que su principal problema era el de entrar o no entrar a la guarida tan rara que se mostraba delante de él. Apretó los puños y emitió un ligero gemido, tragándose un líquido que más que saliva, parecía un ácido que le quemaba el paladar.
Fueron poco más o menos quince los minutos que empleó en el proceso de decidirse a accionar el timbre que se encontraba a un lado del cancel. A final de cuentas lo hizo sin vacilar. Un movimiento uniforme que le llevó a presionar el botón con el dedo índice, sin la menor preocupación. Se percató de que el sonido del timbre distaba mucho de ser audible desde el exterior. Esperaba uno de esos momentos de misterio que veía mucho en las películas del club de cinematografía, en donde las puertas se abrían solas o aparecía un mayordomo de siniestro aspecto. Sin embargo, pronto pudo escuchar unos pasos suaves y acompasados que provenían de la escalinata. La misma silueta femenina que tenía la delicia de apreciar en el salón de clases mientras sus demás compañeros se distraían en otras actividades, se dejó ver con aquella sonrisa desdibujada en el rostro. Su manera de vestir desencajaba en el tenor de la construcción. No obstante, su porte, esa personalidad, sencillamente manifestaba una increíble compatibilidad con el resto del panorama. Con un ademán le invitó a que pasara y ahí terminó todo trato que él sostenía con la realidad. Un clima denso, ensoñador, le envolvió y ya no pudo soportarlo más. “Maestra. Con mucha vergüenza le vengo a decir que ya no me fue posible acabar con ese ensayo. Ni siquiera logré concentrarme y es para mí motivo de tristeza el que usted vaya a creer que soy un insoportable que anda mendingando la calificación...”
La mano de Rotsé le impidió continuar con aquel absurdo discurso. Se dio cuenta que en la otra mano ya se encontraba un genuino Galousier, listo para ser fumado. No podía creerlo. Estaba a la merced del humo de un cigarrillo de facturación europea. Vaya que era una situación inaudita, exasperante. Comenzaba a comprenderlo, aunque muy tarde. Era ese influjo que los Galousier de su profesora ejercían sobre su persona lo que le traía loco. Y pensar que nunca lo pudo entender desde un principio; que nunca pudo entender que ahí radicaba el epicentro de sus alucinaciones, de su desequilibrio mental y de la agonía espiritual de la cual era víctima. La paranoia, sin lugar a dudas se originó ahí, en aquella fuente de perdición asquerosa pero que tanto le cautivaba. Fue conducido como un muerto viviente a lo largo de un largo pasillo oscuro que se extendía apenas si se terminaban los escalones de baldosas un tanto derruidas, cuyo estado no fue nada perceptible a la vista. De la mano de la catedrática española, de su catedrática preferida, fue conducido a través de un túnel que despedía un olor mortuorio, fétido. Así fue como se dio cuenta que era ese, precisamente el verdadero olor de los cigarrillos franceses que tanto adoraba. No era el olor intrínseco del pasillo, sino Rotsé, y nadie más. Aquel aroma de putrefacción no emergía de las paredes del lugar. Se trataba de un detalle más complejo. Las crueles intenciones escondidas tras de una máscara de inocencia y de buena voluntad. Todo lo que le rodeaba le gritaba que su deber inmediato era el de escapar sin importar cómo. Simplemente largarse, desprenderse de las garras del demonio que le tenía asido y vivir. Ahora sí, vivir.
Dicen que al final de cualquier túnel existe una luz. El sólo vio un recinto más negro y protervo, pero jamás la luz de la esperanza. La sonrisa de Rotsé se tornó en cínica e insoportable cuando le mostró una sala en donde estaban sentados, en círculo, otros seis jóvenes con una mirada perdida en el espacio y respirando en medio de una neblina con marca de Galousier. “Tú eres el séptimo querido mío, es cuestión de que sepas integrarte con tus otros hermanos, quienes compartirán tu pasión y tus devaneos, tu lujuria y tu éxtasis, tu euforia...”. El grito salvador de una bestia y unas uñas que se le clavaron en la mejilla derecha le hicieron volver en sí, le sacaron del trance y por fín volvió a ver las cosas tal como són. No era una mujer hermosa quien le tomó la mano para conducirlo, sino la execrable viva imagen de un grotesco esperpento, senil, símbolo del afán retrograda, de los retrocesos que aquejan a los corazones, de la negación al progreso y a la evolución. Ahora sí lo veía todo bien, pero bien claro. Realmente nunca entendió a Roland Barthes ni su grado cero de la escritura, sino que alguien le hizo creer que le entendía y por eso nunca pudo elaborar un triste ensayo; realmente el Gordo Icaza no le odiaba, seguía siendo su amigo, sólo que aquella maldición lo volvió totalmente invisible todo ese tiempo e inaudible a los oidos de su compañero de correrías, quien a esas alturas se estaría preguntando de su paradero, al igual que mucha gente, pués le creían desaparecido, tal vez muerto; realmente, lo mismo sucedió con los góticos que se sentaban en la esquina a la extrema derecha del salón de clases, quienes al no percatarse de su presencia, le aventaron atropelladamente; y los snobs en la cafetería, el señor ya mayor que le arrebató el periódico, su casera que le rentaba el departamento; Tía Rosy y Papá, llorando luego de preguntarle al Director Turrubiates acerca de si tenían noticia alguna de su retoño; esas fotografías suyas que sorprendentemente veía pegadas en los postes de la luz, las paradas de los urbanos y los centros comerciales, no eran otra cosa que posters anunciando que “Se Busca, joven de tez bla bla bla, con señas particulares equis y posibles daños sicológicos...”; más, la indiferencia de las personas.
Bendito sea aquel ataque felino, originado del miedo natural que los animales tienen a lo que resulta completamente anormal. Porque Valerio ya se había convertido en un ente fuera de la normalidad, aguantando ese sufrimiento silencioso, callado. Se dio cuenta de todo lo que vivió en los últimos días en unos cuantos segundos y cuando despertó, la anciana famélica le observaba con expectación, aterrada ante la expectativa de lo que iba a suceder, ahora que su embrujado se había liberado del contacto de sus manos que de tan arrugadas parecían envueltas en papel de china y del encantamiento que le provocaba su costumbre de fumar. Por fin se disipó el eclipse que le impedía ver la realidad, al ser tembeleque y marchito que era Rotsé. Se sintió sumamente dichoso de su suerte, de la felicidad de encontrarse libre de los conjuros. Fue el horror de volver a aquel estado catatónico lo que le llevó a descargar un puñetazo sobre la humanidad, por llamarle de alguna forma, de la bruja cuando ésta hizo el ademán de encender otro Galousier y girar sobre su propio eje para volver en sus pasos, pisando materiales que crujían, tirados a lo largo de ese pasillo que tenía olor a putrefacción, a añejo, a viejo, a obsoleto e inútil. En un instante Valerio rompió con el pasado y con los atavismos que paran el andar de todo hombre y corriendo salió de la casa sin atender a los insultos y amenazas que escuchaba detrás de él.
Ya fuera, el aire le dio de lleno en el rostro. Miró la cara afable de la luna y la quiso más que nunca. Miró la intermitente luz de las estrellas que le sonreían dándole la bienvenida. Las nubes se habían desvanecido. Saludó a un perro que se le acercó a lamerle la mano y olerle la entrepierna. Miró las plantas de los lotes baldíos y le parecieron hermosas. Nunca antes había sentido tanta alegría de poseer una existencia que le permitiera ser el testigo de los elementos. No le importaba si era alto o chaparro, feo o bonito, moreno o rubio, atlético o endeble. Solamente se hizo el propósito de caminar triunfante, correr veloz de puro gusto. Miró las luces del Periférico de la Juventud y sintió un gran alivio.
Escrito en junio de 2000 y publicado en octubre de 2003 en la revista "Punto y Aparte".
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Esto es un cuento?
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