miércoles, 18 de marzo de 2009

Me es sumamente importante, por solidaridad, comunicar a mis lectores dos manifiestos literarios claves en la historia del Bello Oficio de Escribir.

Manual del perfecto cuentista
Horacio Quiroga

Una larga frecuentación de personas dedicadas entre nosotros a escribir cuentos, y alguna experiencia personal al respecto, me han sugerido más de una vez la sospecha de si no hay, en el arte de escribir cuentos, algunos trucos de oficio, algunas recetas de cómodo uso y efecto seguro, y si no podrían ellos ser formulados para pasatiempo de las muchas personas cuyas ocupaciones serias no les permiten perfeccionarse en una profesión mal retribuida por lo general y no siempre bien vista.
Esta frecuentación de los cuentistas, los comentarios oídos, el haber sido confidente de sus luchas, inquietudes y desesperanzas, han traído a mi ánimo la convicción de que, salvo contadas excepciones en que un cuento sale bien sin recurso alguno, todos los restantes se realizan por medio de recetas o trucos de procedimiento al alcance de todos, siempre, claro está, que se conozcan su ubicación y su fin.
Varios amigos me han alentado a emprender este trabajo, que podríamos llamar de divulgación literaria, si lo de literario no fuera un término muy avanzado para una anagnosia elemental.
Un día, pues, emprenderé esta obra altruista, por cualquiera de sus lados, y piadosa, desde otros puntos de vista.
Hoy apuntaré algunos de los trucos que me han parecido hallarse más a flor de ojo. Hubiera sido mi deseo citar los cuentos nacionales cuyos párrafos extracto más adelante. Otra vez será. Contentémonos por ahora con exponer tres o cuatro recetas de las más usuales y seguras, convencidos de que ellas facilitarán la práctica cómoda y casera de lo que se ha venido a llamar el más difícil de los géneros literarios.
Comenzaremos por el final. Me he convencido de que, del mismo modo que en el soneto, el cuento empieza por el fin. Nada en el mundo parecería más fácil que hallar la frase final para una historia que, precisamente, acaba de concluir. Nada, sin embargo, es más difícil.
Encontré una vez a un amigo mío, excelente cuentista, llorando, de codos sobre un cuento que no podía terminar. Faltábale sólo la frase final. Pero no la veía, sollozaba, sin lograr verla así tampoco.
He observado que el llanto sirve por lo general en literatura para vivir el cuento, al modo ruso; pero no para escribirlo. Podría asegurarse a ojos cerrados que toda historia que hace sollozar a su autor al escribirla, admite matemáticamente esta frase final:
"¡Estaba muerta!"
Por no recordarla a tiempo su autor, hemos visto fracasar más de un cuento de gran fuerza. El artista muy sensible debe tener siempre listos, cómo lágrimas en la punta de su lápiz, los admirativos.
Las frases breves son indispensables para finalizar los cuentos de emoción recóndita o contenida. Una de ellas es:
"Nunca volvieron a verse".
Puede ser más contenida aun:
"Sólo ella volvió el rostro".
Y cuando la amargura y un cierto desdén superior priman en el autor, cabe esta sencilla frase:
"Y así continuaron viviendo".
Otra frase de espíritu semejante a la anterior, aunque más cortante de estilo:
"Fue lo que hicieron".
Y ésta, por fin, que por demostrar gran dominio de sí e irónica suficiencia en el género, no recomendaría a los principiantes:
"El cuento concluye aquí. Lo demás, apenas si tiene importancia para los personajes".
Esto no obstante, existe un truco para finalizar un cuento, que no es precisamente final, de gran efecto siempre y muy grato a los prosistas que escriben también en verso. Es este el truco del "leitmotiv".
Final: "Allá a lo lejos, tras el negro páramo calcinado, el fuego apagaba sus últimas llamas..."
Comienzo del cuento: "Silbando entre las pajas, el fuego invadía el campo, levantando grandes llamaradas. La criatura dormía..."
De mis muchas y prolijas observaciones, he deducido que el comienzo del cuento no es, como muchos desean creerlo, una tarea elemental. "Todo es comenzar". Nada más cierto, pero hay que hacerlo. Para comenzar se necesita, en el noventa y nueve por ciento de los casos, saber a dónde se va. "La primera palabra de un cuento -se ha dicho- debe ya estar escrita con miras al final".
De acuerdo con este canon, he notado que el comienzo exabrupto, como si ya el lector conociera parte de la historia que le vamos a narrar, proporciona al cuento insólito vigor. Y he notado asimismo que la iniciación con oraciones complementarias favorece grandemente estos comienzos. Un ejemplo:
"Como Elena no estaba dispuesta a concederlo, él, después de observarla fríamente, fue a coger su sombrero. Ella, por todo comentario, se encogió de hombros".
Yo tuve siempre la impresión de que un cuento comenzado así tiene grandes posibilidades de triunfar. ¿Quién era Elena? Y él, ¿cómo se llamaba? ¿Qué cosa no le concedió Elena? ¿Qué motivos tenía él para pedírselo? ¿Y por qué observó fríamente a Elena, en vez de hacerlo furiosamente, como era lógico de esperar?
Véase todo lo que del cuento se ignora. Nadie lo sabe. Pero la atención del lector ya ha sido cogida por sorpresa, y esto constituye un desiderátum, en el arte de contar.
He anotado algunas variantes a este truco de las frases secundarias. De óptimo efecto suele ser el comienzo condicional:
"De haberla conocido a tiempo, el diputado hubiera ganado un saludo, y la reelección. Pero perdió ambas cosas".
A semejanza del ejemplo anterior, nada sabemos de estos personajes presentados como ya conocidos nuestros, ni de quién fuera tan influyente dama a quien el diputado no reconoció. El truco del interés está, precisamente, en ello.
"Como acababa de llover, el agua goteaba aún por los cristales. Y el seguir las líneas con el dedo fue la diversión mayor que desde su matrimonio hubiera tenido la recién casada".
Nadie supone que la luna de miel pueda mostrarse tan parca de dulzura al punto de hallarla por fin a lo largo de un vidrio en una tarde de lluvia.
De estas pequeñas diabluras está constituido el arte de contar. En un tiempo se acudió a menudo, como a un procedimiento eficacísimo, al comienzo del cuento en diálogo. Hoy el misterio del diálogo se ha desvanecido del todo. Tal vez dos o tres frases agudas arrastren todavía; pero si pasan de cuatro el lector salta en seguida. "No cansar". Tal es, a mi modo de ver, el apotegma inicial del perfecto cuentista. El tiempo es demasiado breve en esta miserable vida para perdérselo de un modo más miserable aún.
De acuerdo con mis impresiones tomadas aquí y allá, deduzco que el truco más eficaz (o eficiente, como se dice en la Escuela Normal), se lo halla en el uso de dos viejas fórmulas abandonadas, y a las que en un tiempo, sin embargo, se entregaron con toda su buena fe los viejos cuentistas. Ellas son:
"Era una hermosa noche de primavera" y "Había una vez..."
¿Qué intriga nos anuncian estos comienzos? ¿Qué evocaciones más insípidas, a fuerza de ingenuas, que las que despiertan estas dos sencillas y calmas frases? Nada en nuestro interior se violenta con ellas. Nada prometen ni nada sugieren a nuestro instinto adivinatorio. Puédese, sin embargo, confiar en su éxito... si el resto vale. Después de meditarlo mucho, no he hallado a ambas recetas más que un inconveniente: el de despertar terriblemente la malicia de los cultores del cuento. Esta malicia profesional es la misma con que se acogería el anuncio de un hombre al que se dispusiera a revelar la belleza de una dama vulgarmente encubierta: "¡Cuidado! ¡Es hermosísima!"
Existe un truco singular, poco practicado, y, sin embargo, lleno de frescura cuando se lo usa con mala fe.
Este truco es el del lugar común. Nadie ignora lo que es en literatura el lugar común. "Pálido como la muerte" y "Dar la mano derecha por obtener algo" son dos bien característicos.
Llamamos lugar común de buena fe al que se comete arrastrado inconscientemente por el más puro sentimiento artístico; esta pureza de arte que nos lleva a loar en verso el encanto de las grietas de los ladrillos del andén de la estación del pueblecito de Cucullú, y la impresión sufrida por estos mismos ladrillos el día que la novia de nuestro amigo, a la que sólo conocíamos de vista, por casualidad los pisó.
Esta es la buena fe. La mala fe se reconoce en la falta de correlación entre la frase hecha y el sentimiento o circunstancia que la inspiran.
Ponerse pálido como la muerte ante el cadáver de la novia es un lugar común. Deja de serlo cuando al ver perfectamente viva a la novia de nuestro amigo, palidecemos hasta la muerte.
"Yo insistía en quitarle el lodo de los zapatos. Ella, riendo, se negaba. Y, con un breve saludo, saltó al tren, enfangada hasta el tobillo. Era la primera vez que yo la veía; no me había seducido, ni interesado, ni he vuelto más a verla. Pero lo que ella ignora es que, en aquel momento, yo hubiera dado con gusto la mano derecha por quitarle el barro de los zapatos".
Es natural y propio de un varón perder su mano por un amor, una vida o un beso. No lo es ya tanto darla por ver de cerca los zapatos de una desconocida. Sorprende la frase fuera de su ubicación psicológica habitual; y aquí está la mala fe.
El tiempo es breve. No son pocos los trucos que quedan por examinar. Creo firmemente que si añadimos a los ya estudiados el truco de la contraposición de adjetivos, el del color local, el truco de las ciencias técnicas, el del estilista sobrio, el del folklore, y algunos más que no escapan a la malicia de los colegas, facilitarán todos ellos en gran medida la confección casera, rápida y sin fallas, de nuestros mejores cuentos nacionales...

Prefacio de Cromwell[ Texto completo]
Víctor Hugo

A MI PADRE
V. H.
El drama que damos a luz no lleva en sí nada que lo recomiende a la atención y a la benevolencia del público; no tiene, para atraer sobre él el interés de los hombres, políticos, la ventaja del veto de la censura administrativa, ni para inspirar simpatía literaria a los hombres de buen gusto, el honor de que lo haya rechazado oficialmente el infalible comité de la lectura. Se presenta ante el público solo, pobre y desnudo, como el enfermo del Evangelio, solus pauper nudus.
Después de titubear mucho tiempo, el autor del drama se decidió a recargarle con notas y con prólogos, y ambas cosas son ordinariamente indiferentes para los lectores. Éstos se enteran más del talento del escritor que de su modo de ver, y sea la obra mala o buena, no les importa sobre qué ideas se asienta ni en qué capacidad ha germinado. Nadie visita los sótanos de un edificio después que ha recorrido las salas, y el que come la fruta del árbol no se acuerda de sus raíces.
Por otra parte, las notas y los prefacios son algunas veces un medio cómodo de aumentar el peso de un libro y de aumentar, al menos en la apariencia, la importancia de un trabajo; táctica es ésta semejante a la de los generales que, para que sea más imponente su frente de batalla, ponen en línea hasta los bagajes. Después, mientras que los críticos se encarnizan con el prefacio y los eruditos con las notas, puede suceder que hasta la misma obra se le escape y pase intacta a través de los fuegos cruzados, como un ejército que se libra de un mal paso, huyendo entre los combatientes de la vanguardia y de la retaguardia.
Estos motivos, aunque son dignos de consideración, no son los que al autor han decidido. No tenía necesidad de hinchar este volumen, que ya de por sí es demasiado grueso. Además, el autor, no sabe por qué, ha notado que sus prólogos, francos e ingenuos, más que le han protegido contra los críticos, le han servido para comprometerle. En vez de servirle de buenos y de fieles escudos, le han jugado la mala pasada que suelen hacer los trajes extraños, esto es, que señalan en la batalla al soldado que los lleva, y que en vez de servirle de defensa, le atraen todos los tiros.
Consideraciones de otro orden han influido también sobre el autor. Cree que, si efectivamente no se visita por placer los sótanos de un edificio, algunas veces se tiene curiosidad de examinar los cimientos; por lo que se entrega otra vez con un prefacio a la cólera de los folletinistas. Che sara, sara. Nunca se ha cuidado gran cosa del éxito de sus obras y no le asustó nunca el qué dirán literario. En la flagrante discusión en que se empeñan en el teatro y en la escuela el público y los académicos, quizá se oiga con algún interés la voz de un solitario aprendiz de la naturaleza y de la verdad que se ha retirado muy joven del mundo literario por amor a las letras y que aporta a él buena fe a falta de buen gusto, convicción a falta de talento y estudios literarios a falta de ciencia.
El autor se limitará a exponer consideraciones generales sobre el arte, sin la idea de querer construir una fortaleza para su propia obra y sin pleitear en favor ni en contra de nadie. El ataque y la defensa de su libro es menos importante para él que para cualquier otro; es poco afecto a las luchas personales, pues siempre ofrece espectáculo miserable ver que se alborota el amor propio de los combatientes. Protesta, pues, de antemano contra cualquiera interpretación que se dé a sus ideas y contra cualquiera aplicación que se haga de sus palabras, diciendo como el fabulista español:
Quien haga aplicaciones con su pan se lo coma.
Debe el autor confesar, sin embargo, que algunos de los principales campeones de las «sanas doctrinas literarias» le han dispensado el honor de arrojarle el guante, a él, casi desconocido, simple e imperceptible espectador de la curiosa pelea que no tiene la fatuidad de querer decidir. En las páginas siguientes se leerán las objeciones que les opone; éstas son su honda y su piedra: los que quieran, que se las arrojen a la cabeza de los Goliats clásicos.
Dicho esto pasemos adelante.
Debemos partir de un hecho. La misma naturaleza de civilización, o para emplear una expresión más exacta aunque más extensa, la misma sociedad no ha ocupado siempre el mundo. El género humano en conjunto ha crecido, se ha desarrollado y ha madurado como nosotros. Desde niño pasó a ser hombre, y nosotros presenciamos ahora su imponente vejez. Antes de la época, que la sociedad moderna llama antigua, existió otra era, que los antiguos llamaban fabulosa, y que sería más exacto llamar primitiva. He aquí, pues, tres edades sucesivas en la civilización, desde su origen hasta nuestros días. Como la poesía se superpone siempre a la sociedad, probaremos a desentrañar, según la forma de ésta, cuál ha debido ser el carácter de aquélla en las tres grandes edades del mundo: los tiempos primitivos, los tiempos antiguos y los tiempos modernos.
En los tiempos primitivos, cuando el hombre se despierta en un mundo que acaba de nacer, la poesía se despierta con él. En presencia de las maravillas que le deslumbran y que le embriagan, su primera palabra es un himno. Está tan cerca aún de Dios, que todas sus meditaciones son himnos y todos sus sueños visiones. En su efusión, canta como respira. Su lira no tiene más que tres cuerdas: Dios, el alma y la creación; pero este triple misterio lo envuelve todo, esa triple idea todo lo abarca. La tierra está todavía casi desierta. Existen en ella familias, pero no pueblos; padres, pero no reyes. Cada raza existe tranquilamente, sin propiedad, sin ley, sin rozamientos y sin guerras. Todo es de cada uno y de todos. La sociedad es una comunidad, y nada molesta al hombre que vegeta en la vida pastoral y nómada por la que empiezan todas las civilizaciones, y que es propicia a las contemplaciones solitarias y a las caprichosas fantasías. Su pensamiento, como su vida, es semejante a la nube que cambia de forma y de camino, según el viento que la arrastra. He aquí el primer hombre, he aquí el primer poeta. Es joven y lírico; su plegaria condensa su religión y la oda es toda su poesía.
La oda de los tiempos primitivos es el Génesis.
Poco a poco la adolescencia del mundo desaparece. Todas las esferas se agrandan; la familia se convierte en tribu y la tribu se convierte en nación. Cada uno de estos grupos de hombres se agrupa alrededor de un centro común y nacen los reinos. El instinto social sucede al instinto nómada. El campo abre paso a la ciudad, la tienda al palacio, el arco al templo. Los jefes de los Estados nacientes son aún pastores, pero pastores de pueblos; su cayado pastoril tiene ya la forma de cetro. Todo se para y se fija. La religión adquiere una forma, los ritos reglamentan la oración y el dogma viene a encuadrarse en el culto. De este modo el sacerdote y el rey se dividen la paternidad del pueblo; de este modo a la comunidad patriarcal sucede la sociedad teocrática.
Entretanto las naciones comienzan a estar demasiado prietas en el globo y se molestan y se magullan; de esto provienen los choques de los imperios y la guerra. Se desbordan las unas sobre las otras, y esto hace necesarios los viajes y las emigraciones de los pueblos. La poesía refleja esos grandes acontecimientos; de las ideas pasa a los sucesos, y canta los siglos, los pueblos y los imperios, y convirtiéndose en épica, da a luz a Homero.
Homero, en efecto, domina a la sociedad antigua. En aquella sociedad todo es sencillo, todo es épico. La poesía es religión, la religión es ley. A la virginidad de la primera edad sucede la castidad de la segunda. Todo lo impregna una especie de gravedad solemne, así en las costumbres domésticas como en las costumbres públicas. Los pueblos sólo han conservado de la vida errante el respeto al extranjero y al viajero. La familia tiene una patria a la que todo se liga; profesa el culto del hogar y el culto de la tumba.
Volvemos a repetir que la expresión de semejante civilización sólo puede ser la epopeya. La epopeya tomará en ella muchas formas, pero jamás perderá su carácter. Píndaro es más sacerdote que patriarcal, más épico que lírico. Si los analistas contemporáneos, necesarios en esa segunda edad del mundo, recogen las tradiciones de aquellos siglos, no pueden conseguir que la cronología se desprenda de la poesía; la historia, para ellos, continúa siendo epopeya. Herodoto es un Homero.
Sobre todo en la tragedia antigua, la epopeya resalta por todas partes. Sube a la escena griega sin perder en cierto modo sus proporciones gigantescas y desmesuradas. Los personajes de sus tragedias son todavía héroes, semidioses y dioses; sus resortes consisten en sueños, en oráculos y en fatalidades; sus cuadros en enumeraciones, en funerales y en combates; los actores declaman lo que cantan los rapsodas. Más aún; cuando la acción completa y todo el espectáculo épico ha pasado en la escena, lo que queda, el coro lo toma. El coro comenta la tragedia, infunde valor a los héroes, hace descripciones, llama a la luz del día, se lamenta, explica el sentido moral de lo que se propone el autor y adula al público que le escucha. El coro es, pues, el caprichoso personaje colocado entre el espectáculo y el espectador, es el poeta completando su epopeya.
El teatro de los antiguos era como su drama, grandioso, pontifical, épico. Podía contener treinta mil espectadores, porque las representaciones se hacían al aire libre, a la luz del sol, y duraban todo el día. Los actores ahuecaban y fingían la voz, se ponían mascarilla y hacían crecer su estatura. Querían ser gigantes como los papeles que desempeñaban. La escena era inmensa, y podían representar a la vez el interior y el exterior de un templo, de un palacio, de un campamento, de una ciudad. En ella se desarrollaban vastos espectáculos: ya representaba a Prometeo sobre la montaña, ya a Antígena buscando desde lo alto de la torre a su hermano Polynice en el ejército enemigo, ya a Evadné arrojándose desde lo alto de una roca a las llamas de la hoguera donde se quema el cuerpo de Capanée (de Eurípides), y un bajel que llega al puerto y que desembarca en la escena cincuenta princesas con su comitiva (de Esquilo). En aquella época la arquitectura y la poesía tienen carácter monumental; la antigüedad no tiene nada tan solemne ni tan majestuoso, y mezcla en el teatro su culto y su historia. Sus primeros comediantes son sacerdotes, y sus juegos escénicos ceremonias religiosas, fiestas nacionales.
Haremos la última observación para marcar bien el carácter épico de aquellos tiempos, que consiste en decir que la tragedia antigua, así por los asuntos que trata como por las formas que adopta, no hace más que repetir la epopeya. Los trágicos antiguos se ocupan en detallar a Homero, conciben las mismas fábulas, las mismas catástrofes y los mismos héroes. Todos se abrevan del río homérico. Siempre se ocupan de la Ilíada y de la Odisea. Como Aquiles, que arrastra a Héctor, la tragedia griega da vueltas alrededor de Troya. Poco a poco la edad de la epopeya llega a su fin. Así como la sociedad que ella representa, la poesía se gasta afianzándose sobre sí misma. Roma se calca sobre la Grecia y Virgilio copia a Homero, y para morir dignamente la poesía épica expira de su último parto.
Había sonado su hora. Iba a empezar una nueva era para el mundo y para la poesía.
La religión espiritualista, que suplanta al paganismo material y exterior, deslizándose en el corazón de la sociedad antigua, la mata, y en el cadáver de una civilización decrépita deposita el germen de la civilización moderna. Esta religión es completa, porque es verdadera; entre el dogma y el culto sella profundamente la moral. Desde luego, como primeras verdades, enseña al hombre que existen dos vidas, una pasajera y otra inmortal, una en la tierra y otra en el cielo. Enseña al hombre que es doble, como su destino; que se encierran en él un animal y una inteligencia, un alma y un cuerpo; que él es el punto de intersección, el anillo común de dos cadenas de seres que abarcan la creación, desde la serie de seres materiales hasta la serie de seres incorporales, cuya primera serie empieza en la piedra y llega hasta el hombre, y cuya segunda serie, partiendo del hombre, acaba en Dios. Quizá comprendieron una parte de esas virtudes algunos sabios de la antigüedad, pero desde el Evangelio data su plena y luminosa revelación. Las escuelas paganas caminaban a tientas en la oscuridad de la noche, asiéndose de las mentiras como de las verdades en el camino que seguían a la ventura. Algunos de dichos filósofos lanzaban a veces sobre los objetos débiles claridades, que sólo los iluminaban por una parte y sólo servían para oscurecer más la otra. De esto provinieron los fantasmas que creó la filosofía antigua. Sólo era capaz la sabiduría divina de sustituir por una claridad igual y vasta las iluminaciones vacilantes de la sabiduría humana. Pitágoras, Epicuro, Sócrates y Platón son antorchas, pero Jesucristo es la luz del día.
Por otra parte, nada hay tan material como la teogonía antigua. Lejos de pensar, como el cristianismo, en separar el espíritu del cuerpo, da forma y fisonomía a todo, hasta las esencias y las inteligencias. Todo en ella es visible, palpable y carnal. Sus dioses necesitan que una nube los oculte a los ojos humanos. Beben, comen y duermen: puede herírseles y su sangre se derrama; puede estropeárseles y cojean eternamente. Esa religión tiene dioses y semidioses. Su rayo se forja en una fragua, en la que se hace entrar, entre otros ingredientes, tres imbris forti radios. Su Júpiter suspende el mundo de una cadena de oro; su sol sube en un carro tirado por cuatro caballos; su infierno es un precipicio que su geografía pone en la boca en el globo; su cielo es una montaña.
De este modo el paganismo, que petrifica todas sus creaciones formadas de la misma arcilla, empequeñece la divinidad y engrandece al hombre. Los héroes de Romero tienen tanta talla como sus dioses. Ajax desafía a Júpiter, Aquiles vale tanto como Marte. Acabamos de ver cómo el cristianismo, por el contrario, separa profundamente el espíritu de la materia, estableciendo un abismo, entre el alma y el cuerpo y otro abismo entre el hombre y Dios.
En dicha época, para no omitir ningún rasgo del bosquejo que estamos trazando, debemos notar que con el cristianismo y por su influencia se introdujo en el espíritu de los pueblos un sentimiento nuevo, desconocido de los antiguos y singularmente desarrollado en los modernos; un sentimiento que es más que la gravedad y menos que la tristeza: la melancolía. El corazón del hombre, entorpecido hasta entonces por los cultos jerárquicos y sacerdotales, no tenía por qué despertar y encontrar en él el germen de una facultad inesperada al sentir el soplo de una religión humana, porque es divina; de una religión que convierte la plegaria del pobre en riqueza del rico; de una religión de igualdad, de libertad y de caridad. ¿Podía dejar de ver las cosas bajo nuevo aspecto desde que el Evangelio le hizo ver que existe el alma al través de los sentidos y la eternidad detrás de la vida?
Por otra parte, en aquel momento el mundo sufrió tan profunda revolución que revolucionó a los espíritus. Hasta entonces las catástrofes de los imperios raras veces llegaban hasta el corazón de las poblaciones; sólo las sufrían los reyes que caían y las majestades que pasaban. El rayo sólo estallaba en las altas regiones, y los acontecimientos se desarrollaban con toda la solemnidad de la epopeya: en la sociedad antigua, el individuo estaba colocado tan bajo, que para que le hirieran los trastornos necesitaba que la adversidad descendiese hasta su familia; de tal modo que él no conocía el infortunio, fuera de los dolores domésticos. Raras veces las desgracias generales del Estado desarreglaban su vida. Pero en cuanto se estableció la sociedad cristiana, trastornó el antiguo continente, removiéndolo hasta sus raíces. Los acontecimientos, encargados de destruir la antigua Europa y de reedificar la nueva, se chocaban, se precipitaban sin tregua y se arrojaban las naciones atropelladamente, unas hacia la luz y otras hacia la oscuridad. Moviose tal estrépito en la tierra, que fue imposible que algo del tumulto universal no llegara hasta el corazón de los pueblos. Aquello, más que un eco, fue un contragolpe. El hombre, replegándose en sí mismo al presenciar tan enormes vicisitudes, comenzó a compadecer a la humanidad y a comprender las amargas irrisiones de la vida. De este sentimiento, que condujo a la desesperación a Catón el pagano, el cristianismo hizo nacer la melancolía.
Al mismo tiempo nació el espíritu de examen y de curiosidad, porque las grandes catástrofes eran al mismo tiempo grandes espectáculos de dolorosas peripecias. Entonces fue cuando el Norte se lanzó sobre el Mediodía, el universo romano cambió de forma y se experimentaron las últimas convulsiones de un mundo que agonizaba. Desde que murió ese mundo, bandadas de retóricos, de gramáticos y de sofistas abatieron su vuelo como mosquitos sobre el inmenso cadáver, y se les vio pulular, y se les oyó zumbar en aquel foco de putrefacción. Acudieron a examinar, a comentar y a discutir. Cada miembro, cada músculo, cada fibra del cuerpo yacente fue examinado en todos los sentidos. Debieron sentir verdadera alegría los anatomistas del pensamiento, de poder desde sus primeros ensayos hacer experimentos en gran escala y de tener por objeto disecar una sociedad muerta.
De este modo vemos apuntar a la vez, y dándose la mano, al genio de la melancolía y de la meditación y al demonio del análisis y de la controversia. Al uno de los extremos de esta era de transición está Longino y al otro San Agustín. No hay que despreciar dicha época, que encerraba en gérmenes todo lo que después ha dado frutos; no hay que despreciar ese tiempo, en el que los escritores han abonado la tierra para que produjera la cosecha mucho más tarde. La Edad Media está injertada en el Bajo Imperio.
Estableciendo la nueva religión una sociedad nueva, veremos también crecer sobre esta doble base una poesía nueva. Hasta entonces, obrando en esto como el politeísmo y la filosofía antigua, la musa puramente épica de los antiguos sólo había estudiado la naturaleza por una sola cara, rechazando sin compasión de los dominios del arte todo lo que en el mundo, sometido a su imitación, no se relacionase con cierto tipo de lo bello. Tipo que desde luego fue magnífico, pero que le sucedió lo que le sucede a todo lo que es sistemático; en sus últimos tiempos degeneró en falso, mezquino y convencional. El cristianismo dirigió la poesía hacia la verdad. Como él, la musa moderna lo verá todo desde un punto de vista más elevado y más vasto; comprenderá que todo en la creación no es humanamente bello, que lo feo existe a su lado, que lo deforme está cerca de lo gracioso, que lo grotesco es el reverso de lo sublime, que el mal se confunde con el bien y la sombra con la luz. La musa moderna preguntará si la razón limitada y relativa del artista debe sobreponerse a la razón infinita y absoluta del creador; si el hombre debe rectificar a Dios; si la naturaleza mutilada será por eso más bella; si el arte tiene el derecho de quitar el forro, si esta expresión se nos permite, al hombre, a la vida y a la creación; si el ser andará mejor quitándole algún músculo o el resorte; en una palabra, si ser incompletos es la manera de ser armoniosos. Entonces fue cuando, fijándose en los acontecimientos, a la vez risibles y formidables, y por la influencia del espíritu de melancolía cristiana y de crítica filosófica que acabamos de notar, la poesía dio un gran paso, un paso decisivo, un paso que, semejante a la sacudida que produce un terremoto, cambiará la faz del mundo intelectual. Obrará como la naturaleza, mezclará en sus creaciones, pero sin confundirlas, la sombra y la luz, lo grotesco y lo sublime, el cuerpo y el alma, la bestia y el espíritu; porque el punto de partida de la religión debe ser el punto de partida de la poesía.
He aquí, pues, un principio extraño a la antigüedad, un tipo nuevo introducido en la poesía, y con la condición de estar en el ser modificado el ser todo entero; he aquí una forma nueva desarrollada en el arte. Este tipo es lo grotesco; esta forma es la comedia.
Séanos permitido insistir, ya que acabamos de indicar el rasgo característico, sobre la diferencia fundamental que separa, según nuestra opinión, el arte moderno del arte antiguo, la forma actual de la forma muerta, o, para servirnos de palabras más vagas, pero más admitidas, la literatura romántica de la literatura clásica.
Nuestros contrarios, al oír esto, contestan que hace ya tiempo que nos veían venir y que van a anonadarnos con nuestros propios argumentos, diciéndonos lo siguiente: -¿Queréis que lo feo sea un tipo digno de imitarse y lo grotesco un elemento de arte? Tenéis mal gusto literario. El arte debe rectificar a la naturaleza, debe ennoblecerla, debe saber elegir. Los antiguos no se han ocupado jamás de lo feo ni de lo grotesco, no han confundido jamás la comedia con la tragedia. Estudiad a Aristóteles, a Boileau y a La Harpe. -¡Eso es verdad!
Sin duda son sólidos dichos argumentos, y sobre todo nuevos. Pero nuestra misión no consiste en refutarlos. No tratamos de edificar un sistema: Dios nos libre de sistemas; sólo hacemos constar un hecho. Somos historiadores y no críticos. Que el hecho agrade o disguste, poco importa, cuando el hecho existe. Reanudemos, pues, nuestro bosquejo y tratemos de probar que de la fecunda unión del tipo grotesco con el sublime nace el genio moderno, tan complejo, tan variado en sus formas, tan inagotable en sus creaciones, enteramente opuesto en esto a la uniforme sencillez del genio antiguo, y de probar que de este hecho necesario debemos partir para establecer la diferencia radical y real que existe entre las dos literaturas.
No queremos con esto decir que la comedia y lo grotesco fueran desconocidos absolutamente de los antiguos; esto sería por otra parte imposible, porque nada crece sin raíces; la segunda época siempre existe en germen en la primera. Desde la Ilíada, Thersites y Vulcano representan la comedia, el primero entre los hombres y el segundo entre los dioses. Tiene demasiada naturalidad y originalidad la tragedia griega para que algunas veces no intervenga en ella la comedia. Por ejemplo, y para no citar más que lo que recordemos de memoria, la escena de Menelao con la portera del palacio (Elena, acto I); la escena del músico griego (Oreste, acto IV); los tritones, los sátiros y los cíclopes son grotescos; las sirenas, las furias, las harpías son grotescas; Polifemo es un grotesco terrible y Sileno es un grotesco bufón.
Pero en todos esos ejemplos y en otros muchos se conoce que el arte estaba aún en su infancia. La epopeya, que en aquella época imprimía su forma a todo, pesaba sobre ella y la ahogaba. El grotesco antiguo es tímido y procura siempre esconderse. Se ve que no está en su terreno, porque aquélla no es su naturaleza, y se oculta todo lo que puede. Los sátiros, los tritones y las sirenas casi no son deformes; las parcas y las harpías son más vergonzosas por sus atributos que por sus caras; las furias son hasta hermosas, y por eso se las llama euménides, esto es, tiernas y bienhechoras. Tiende la mitología un velo de grandeza y de divinidad sobre lo grotesco. Polifemo es un gigante, Midas es un rey y Sileno es un dios.
De este modo la comedia pasa casi desapercibida en el gran conjunto épico de la antigüedad. Al lado de los carros olímpicos, ¿qué significa la carreta de Thespis? Comparados con los colosos homéricos, Esquilo, Sófocles y Eurípides, ¿qué significan Aristófanes y Plauto? Homero los eclipsa a todos; como Hércules se llevó a los pigmeos, él se los lleva ocultos bajo su piel de león.
En el pensamiento de los modernos, por el contrario, lo grotesco desempeña un papel importantísimo. Se mezcla en todo; por una parte crea lo deforme y lo horrible, y por otra lo cómico y lo jocoso. Atrae alrededor de la religión mil supersticiones originales y alrededor de la poesía mil imaginaciones pintorescas. Siembra a manos llenas en el aire, en el agua, en la tierra y en el fuego esas miríadas de seres intermediarios que encontramos vivos en las tradiciones populares de la Edad Media; hace girar en la oscuridad el circulo espantoso del Sábado; pone cuernos a Satanás, pies de macho cabrío y alas de murciélago; es él el que ya arroja en el infierno cristiano las espantosas figuras que evocarán más tarde el genio áspero de Dante y de Milton, o ya le puebla de formas ridículas, en medio de las que servirá de diversión Callot, el Miguel Ángel burlesco. Lo grotesco, si del mundo ideal se pasa al real, desarrolla en él inagotables parodias de la humanidad. Son creaciones de su fantasía los Scaramuches, los Crispines y los Arlequines, siluetas de hombres que hacen muecas, tipos enteramente desconocidos de la grave antigüedad, y que sin embargo, todos han nacido en la clásica Italia. Es él, en fin, el que, coloreando el mismo drama, al mismo tiempo con la imaginación del Mediodía y con la imaginación del Norte, hace brincar a Sganarelle alrededor de Don Juan y arrastrarse a Mefistófeles alrededor de Fausto.
La poesía antigua, viéndose obligada a dar compañeras al cojo Vulcano, trató de disfrazar su deformidad, dándole en cierto modo proporciones colosales. El genio moderno conserva ese tipo de herreros sobrenaturales, pero le imprime bruscamente un carácter opuesto que les hace más chocantes; cambia los gigantes en enanos y convierte a los cíclopes en gnomos. Con la misma originalidad que a la hidra de Lerna, la substituye por los dragones locales de nuestras leyendas. Todas estas creaciones sacan de su propia naturaleza el acento enérgico y profundo, ante el que parece que haya querido retroceder muchas veces la antigüedad.
Las euménides griegas son mucho menos horribles, y por consecuencia menos verdaderas, que las brujas de Macbeth; Plutón no es tan infernal como el diablo.
Tenemos la convicción de que podría escribirse un libro que ofreciese mucha novedad sobre el empleo del grotesco en las artes. Podrían probarse en él los grandes efectos que los modernos han sacado de ese tipo fecundo, sobre el que una crítica mezquina se encarniza en la actualidad. Quizá nosotros mismos, por el asunto que tratamos, nos veamos obligados a señalar de paso alguno de sus rasgos. Diremos ahora solamente que, como objetivo cerca de lo sublime, como medio de contraste, lo grotesco es el más rico manantial que la naturaleza ha abierto al arte. Rubens sin duda lo comprendió así, porque le complacía en el desarrollo de las pompas reales, en sus coronamientos y en sus brillantes ceremonias mezclar la repugnante figura de algún bufón. La belleza universal, que la antigüedad difundía por todas partes solemnemente, era algo monótona; cuando una misma impresión se repite sin cesar, a la larga fatiga. Lo sublime sobre lo sublime con dificultad produce un contraste, y necesitamos descansar hasta de lo bello. Parece, por el contrario, que lo grotesco sea un momento de pausa, un término de comparación, un punto de partida, desde el que nos elevamos hacia lo bello con percepción más fresca y más deseada. La salamandra hace resaltar la ondina, y el gnomo embellece al silfo. Podemos decir con exactitud que el contacto de lo deforme ha dotado a lo sublime moderno de algo más puro, de algo más grande que lo bello antiguo, y debe ser así. Cuando el arte es consecuente consigo mismo, conduce con más seguridad cada cosa a su fin. Si el Elíseo homérico está muy lejos de ofrecer el encanto etéreo y la angélica suavidad del paraíso de Milton, es porque bajo del Edén existe un infierno mucho más horrible que el tártaro pagano. Ni Francesca de Rímini ni Beatriz serían tan deslumbradoras en un poeta que no se encerrara en la torre del Hambre, obligándonos a presenciar la repugnante comida del conde Ugolino. Dante no tendría tanta gracia si no tuviera tanta fuerza. Las náyades carnosas, los robustos tritones y los céfiros libertinos carecen de la fluidez diáfana de nuestras ondinas y de nuestras sílfides, y es porque la imaginación moderna, que hace vagar por nuestros cementerios a los vampiros, a los ogros, a las almas en pena y a los aparecidos, consigue dar a esos seres fantásticos la forma incorporal y la pura esencia que jamás tuvieron las ninfas paganas. La Venus antigua es hermosa y admirable, mas ¿quién ha infundido en las figuras de Juan Goujon la elegancia esbelta, extraña y aérea? ¿Quién les dio el carácter, hasta entonces desconocido, de vida y de grandiosidad, sino su proximidad a las esculturas rudas y poderosas de la Edad Media?
Si durante el desarrollo necesario de nuestras ideas, que aún pudieran profundizarse más, el hilo de ellas no se ha roto en el espíritu del lector, debe haber comprendido con qué gran potencia lo grotesco, ese germen de la comedia que ha recogido la musa moderna, ha debido crecer y engrandecerse desde que se ha transportado a un terreno más propicio para él que el paganismo y la epopeya. En efecto, en la poesía nueva, mientras que lo sublime representa el alma tal como ella es, purificada por la moral cristiana, lo grotesco representa el papel de la humana estupidez. El primer tipo, desprendido de toda liga impura, estará dotado de todos los encantos, de todas las gracias y de todas las bellezas, y llegará un día en que cree a Julieta, a Desdémona y a Ofelia. El segundo tipo representará todo lo ridículo, todo lo defectuoso y todo lo feo. En esta división de la humanidad y de la creación, a él le corresponderán las pasiones, los vicios y los crímenes; será injurioso, rastrero, glotón, avaro, pérfido, chismoso e hipócrita; será más tarde Yago, Tartufo, Basilio, Poionio, Harpagón, Bartolo, Falstaff, Scapín y Fígaro. Lo bello no tiene más que un tipo, lo feo tiene mil. Es porque lo bello, humanamente hablando, sólo es la forma considerada en su expresión más simple, en su simetría más absoluta, en su armonía más íntima con nuestra organización; por eso nos ofrece siempre conjunto completo, pero restringido. Lo que llamamos lo feo, por el contrario, es un detalle de un gran conjunto que no podemos abarcar y que se armoniza, no con el hombre, sino con la creación entera; por eso nos presenta sin cesar aspectos nuevos, pero incompletos.
Es un estudio curioso seguir el advenimiento y la marcha de lo grotesco en la era moderna. Al principio es una invasión, una irrupción, un desbordamiento; es un torrente que rompe su dique. Atraviesa al nacer la literatura latina, que muere, prestando sus encantos a Perseo, a Petronio y a Juvenal, y dejando en ella El asno de oro, de Apuleyo. Desde allí se difunde en la imaginación de los pueblos nuevos que rehacen la Europa, y fluye en los cuentistas, en los cronistas y en los romanceros, extendiéndose del Sur al Septentrión. Se mezcla entre las fantasías de las naciones tudescas, y al mismo tiempo vivifica con su soplo los admirables romanceros españoles, que son la verdadera Ilíada de la caballería. Imprime sobre todo su carácter a la maravillosa arquitectura, que en la Edad Media ocupa el sitio de todas las artes. Deja su estigma en la frente de las catedrales, encuadra sus infiernos y sus purgatorios en la ojiva de sus pórticos, haciéndoles llamear en sus vidrios; desarrolla sus monstruos, sus dueñas y sus demonios alrededor de los capiteles, a lo largo de sus frisos y al borde de sus techos. Se instala bajo innumerables formas en la fachada de madera de las casas, en la fachada de piedra de las torres y en la fachada de mármol de los palacios. De las artes pasa a las costumbres, y mientras hace que el público aplauda a los graciosos de la comedia, da a los reyes los bufones. Más tarde, en el siglo de la etiqueta nos enseñará a Scarrón sentado en la cama de Luis XIV. Desde las costumbres penetra también en las leyes, y mil caprichos fabulosos atestiguan su paso por entre las instituciones de la Edad Media. Después de haber penetrado en las artes, en las costumbres y en las leyes, penetra hasta en la Iglesia, y le vemos arreglar en todas las villas católicas alguna de esas ceremonias singulares, alguna de esas procesiones extrañas, en las que la religión sale acompañada de todas las supersticiones, esto es, lo sublime rodeado de lo grotesco. En fin, para pintar de un solo rasgo cómo es lo grotesco en la referida aurora de las letras, para expresar cuánta es su verbosidad, su fuerza y su savia de creación, diremos que arroja de una vez en el campo de la poesía moderna tres Homeros jocosos: Ariosto en Italia, Cervantes en España y Rabelais en Francia.
Creemos inútil hacer resaltar más la influencia de lo grotesco en la tercera civilización. En la época llamada romántica, todo demuestra su alianza íntima y creadora con lo bello.
Debemos decir que en la época en que nos hemos detenido está muy marcado el predominio del grotesco sobre el sublime de las letras; pero eso lo produjo la fiebre de la reacción, el ardor de la novedad, que ya pasó. El tipo de lo bello vuelve a recobrar bien pronto su papel y su derecho, que no consiste en excluir al otro principio, sino en dominarle, y así sucedió. Llegó el tiempo en que lo grotesco se satisfizo en poder contar con uno de los rincones de los cuadros de Murillo y en las páginas sagradas de Pablo Veronés; con mezclarse en los dos admirables Juicios finales, que enorgullecen a las artes; en la escena arrebatadora de horror con que Miguel Ángel enriquecerá al Vaticano, y con las espantosas caídas de hombres que Rubens precipitará desde lo alto de las bóvedas de la Catedral de Anvers. Llegó el momento en que va a establecerse el equilibrio entre los dos principios. Un hombre, un poeta, rey poeta soberano, como Dante llama a Hornero, va a fijar dicho equilibrio. Estos dos genios rivales, que acabo de citar, juntan su doble llama, y de esta llama brota Shakespeare.
He aquí que hemos llegado a la cumbre poética de los tiempos modernos. Shakespeare es el drama, y el drama que funde bajo un mismo soplo lo grotesco y lo sublime, lo terrible y lo jocoso, la tragedia y la comedia; el drama que es el carácter propio de la tercera época de la poesía, de la literatura actual.
Resumiendo con rapidez los hechos que acabamos de observar hasta aquí, veremos que la poesía cuenta tres edades, cada una correspondiente a una época de la sociedad, la oda, la epopeya y el drama. Los tiempos primitivos son líricos, los tiempos antiguos épicos y los tiempos modernos dramáticos. La oda canta la eternidad, la epopeya solemniza la historia y el drama retrata la vida. El carácter de la primera poesía es la ingenuidad, el de la segunda es la sencillez, y el de la tercera es la verdad. Los rapsodas marcan la transición de los poetas líricos a los poetas épicos, y los romanceros la de los poetas épicos a los poetas dramáticos. Los historiadores nacen con la segunda época, los cronistas y los críticos con la tercera. Los personajes de la oda son colosos, como Adán, Caín y Noé; los de la epopeya son gigantes, como Aquiles, Atreo y Orestes; los del drama son hombres, como Hamlet, Macbeth y Otelo. La oda vive de lo ideal, la epopeya de lo grandioso, el drama de lo real. Esta triple poesía mana de estos tres grandes manantiales, la Biblia, Homero, Shakespeare.
Tales son, y nos concretamos a sacar este resultado, las diferentes fisonomías del pensamiento en las diferentes eras del hombre y de la sociedad; sus tres semblantes, de juventud, de virilidad y de vejez. Ya se examine una literatura particular, ya todas las literaturas en masa, llegaremos siempre al mismo resultado: veremos siempre a los poetas líricos antes que a los poetas épicos, y a los poetas épicos antes que a los poetas dramáticos. En Francia, Malesherbes viene antes que Chapelain, Chapelain antes que Corneille; en la antigua Grecia, Orfeo antes que Homero y Homero antes que Esquilo. En el Libro Sagrado, el Génesis antes que los Reyes; los Reyes antes que Job; o para tomar la gran escala que vamos recorriendo, la Biblia antes que la Ilíada y la Ilíada antes que Shakespeare.
La sociedad empieza por cantar lo que sueña, después refiere lo que hace, y al fin describe lo que piensa. Por esto, digámoslo de paso, el drama, que reúne las cualidades más opuestas, puede tener a la vez mucha profundidad y gran relieve, ser filosófico y pintoresco.
Será oportuno añadir aquí que todo en la naturaleza y en la vida pasa por las tres fases: por lo lírico, por lo épico y por lo dramático, porque todo nace, se agita y muere. Si no fuera ridículo confundir las fantásticas ideas de la imaginación con las deducciones severas del raciocinio, podría decir un poeta que la salida del sol, por ejemplo, es un himno, el mediodía una brillante epopeya y la puesta del sol un sombrío drama, en el que luchan el día y la noche, la vida y la muerte. Pero esto es pura fantasía. Concretémonos a los hechos reales que acabamos de resumir, y completémoslos con una observación importante. De ningún modo hemos pretendido designar a las tres épocas de la poesía exclusivo dominio; sólo hemos tratado de fijar su carácter dominante. La Biblia, ese divino monumento lírico, encierra, como acabamos de indicar, una epopeya y un drama en germen en los Reyes y en Job. Se ve en los poemas homéricos todavía un resto de poesía lírica y un principio de poesía dramática. La oda y el drama se cruzan en la epopeya; hay de todo en todos; sólo que en cada uno de esos géneros existe un elemento generador al que se subordinan los demás y que impone al conjunto su carácter propio.
El drama es la poesía completa. La oda y la epopeya sólo lo contienen en germen, pero el drama encierra a la una y a la otra en su desarrollo. El que dijo que los franceses no tienen la cabeza épica fue justo y agudo, pero si hubiera añadido los modernos, su frase espiritual hubiera sido más profunda. Es incontestable, sin embargo, que se ve el genio épico en la prodigiosa tragedia Athalia, que es tan sencilla y tan grandiosamente sublime, que el siglo de Luis XIV no la pudo comprender. Es cierto también que la serie de los dramas-crónicas de Shakespeare presenta un gran aspecto de epopeya, pero la poesía lírica es la que mejor sienta al drama; nunca la estorba, se plega a todos sus caprichos y desarrolla todas sus formas, y tan pronto es sublime, como en Ariel, como es grotesca, como en Calibán. Nuestra época, que sobre todo es dramática, por esta razón es eminentemente lírica, y es que hay siempre cierta relación entre el principio y el fin; la puesta de sol tiene algo de la salida; el viejo vuelve a ser niño, pero la última infancia no se parece a la primera: es tan triste como aquella alegre; lo mismo le sucede a la poesía lírica. Deslumbradora y llena de ilusiones aparece en la aurora de los pueblos, pero reaparece triste, sombría y pensativa en el crepúsculo de la tarde de las naciones. La Biblia, que empieza risueña por el Génesis, termina amenazadora con el Apocalipsis.
Para hacer más comprensibles las ideas que acabamos de aventurar, por medio de una imagen compararemos la poesía lírica primitiva con un lago apacible que refleja las nubes y las estrellas, y a la epopeya con el río que corre, reflejando en sus orillas bosques, campos y ciudades, a arrojarse en el Océano del drama. Como el lago, el drama refleja el cielo como el río refleja las costas, pero él sólo encierra abismos y tempestades.
Al drama, pues, viene a desembocar toda la poesía moderna. El Paraíso perdido fue drama antes de ser epopeya; bajo aquella forma se presentó al principio a la imaginación del poeta y se queda impresa en la memoria del lector; de tal modo resalta el antiguo croquis dramático que imaginó Milton. Cuando Dante terminó su terrible Infierno y le cerró las puertas, no quedándole otro trabajo que el de bautizar su obra, el instinto de su genio le hizo ver que su poema multiforme era emanación del drama y no de la epopeya, y sobre el frontispicio del gigantesco monumento escribió con su pluma de bronce: Divina comedia.
Se ve, pues, que los dos únicos poetas de los tiempos modernos que tienen la talla de Shakespeare tratan de aproximarse a su unidad, concurren con él a dar tinte dramático a toda nuestra poesía, mezclan como él lo grotesco y lo sublime, y lejos de separarse del gran conjunto literario que se apoya sobre Shakespeare, Dante y Milton son los arcos que sostienen el edificio del que ocupa él el pilar central, son los contrafuertes de la bóveda de que Shakespeare es la clave. Permítasenos insistir en algunas ideas ya enunciadas.
Desde el día en que el cristianismo dijo al hombre:
-«Eres un ser doble, compuesto de dos seres, uno perecedero y otro inmortal», desde ese día se ha creado el drama. ¿Es otra cosa, en efecto, el contraste de todos los días, la lucha de todos los instantes entre dos principios opuestos, que están siempre juntos en la vida, y que se disputan al hombre desde la cuna hasta el sepulcro?
La poesía hija del cristianismo, la poesía de nuestro tiempo es el drama; la realidad es su carácter, y la realidad resulta de la combinación de los dos tipos, lo sublime y lo grotesco, que se encuentran en el drama, como se encuentran en la vida y en la creación. La poesía verdadera, la poesía completa consiste en la armonía de los contrarios. Ya es hora de decirlo en alta voz, puesto que, aquí sobre todo, las excepciones confirman la regla; todo lo que existe en la naturaleza está dentro del arte.
Colocándonos en este alto punto de vista para juzgar las mezquinas reglas convencionales, para desbrozar los laberintos escolásticos, para resolver todos los problemas raquíticos, que los críticos de los dos últimos siglos representaron trabajosamente alrededor del arte, debe maravillarnos la prontitud con que se ha resuelto la cuestión del teatro moderno. El drama no tuvo más que dar un paso para romper todos los hilos de tela de araña con los que creyeron atarle las milicias de Liliput mientras estuvo durmiendo.
Así, cuando pedantes aturdidos pretenden que lo deforme, lo feo y lo grotesco no deben ser jamás objeto de imitación para el arte, debe respondérseles que lo grotesco es la comedia, y la comedia forma parte del arte. Para ellos Tartufo no será bello ni Pourceaugnac noble, y Pourceaugnac y Tartufo serán siempre dos pimpollos del arte. Debe objetárseles también que si se les arroja de esa barrera de la segunda línea de aduanas, renuevan la prohibición de aliar lo grotesco con lo sublime, de fundir la comedia en la tragedia, y debe hacérseles comprender que en la poesía de los pueblos cristianos, lo grotesco representa la parte material del hombre y lo sublime el alma. Esos dos tallos del arte, si se impide que mezclen sus ramas, si se les separa sistemáticamente, producirán por todo fruto, uno de ellos la abstracción de vicios y de ridiculeces y el otro la abstracción del crimen, del heroísmo y de la virtud. Los dos tipos, aislados de este modo y entregados a sí mismos, se irán cada uno por su lado, dejando entre ellos la realidad, el uno a su derecha y el otro a su izquierda. Por lo tanto, después de hacer estas abstracciones, quedará por representar lo más importante, al hombre; faltará hacer el drama.
En el drama, tal como se ejecuta, o tal por lo menos como se puede concebir, todo se encadena y se deduce en él como en la realidad: en él representan su papel el cuerpo y el alma, y los hombres y los acontecimientos, puestos en juego por este doble agente, pasan de jocosos a terribles, y alguna vez a ser terribles y bufones a un tiempo. Así un juez dirá: -Condenado a muerte y vamos a comer. Así el Senado romano deliberará sobre el rodaballo de Domiciano. Así Sócrates, bebiendo la cicuta y asegurando que el alma es inmortal y que existe un Dios único, se interrumpirá para recordar que no se olviden de sacrificar un gallo a Esculapio. Así la reina Elisabeth jurará y hablará en latín. Así Richelieu sufrirá la influencia del capuchino José, y Luis XI la de su barbero Olivier. Así Cromwell dirá: -He metido al rey en mi saco y al Parlamento en mi bolsillo, y la misma mano que firma el decreto de muerte de Carlos I pintarrajeará con tinta el rostro de un regicida. Así César en su carro triunfal tendrá miedo de caer. Por que los hombres de genio, por grandes que sean, tienen siempre su lado grotesco que se ríe de su inteligencia; por esa parte tocan con la humanidad y por esa parte son dramáticos. «De lo sublime a lo ridículo no hay más que un paso», decía Napoleón, cuando se convenció de que era un simple mortal, y este relámpago de un alma de fuego que se entreabre ilumina a la vez el arte y la historia; ese grito de agonía es el resumen del drama y de la vida.
Estos contrastes se encuentran en los poetas, considerados como hombres. A fuerza de meditar sobre la existencia, de hacer resaltar la dolorosa ironía, de lanzar el sarcasmo y la burla sobre nuestras debilidades, esos hombres, que excitan la risa del público, acaban por estar tristes. Esos Demócritos son también Heráclitos; Beaumarchais era taciturno, Molière era sombrío, Shakespeare era melancólico.
Una de las supremas bellezas del drama es lo grotesco; no es sólo conveniente, sino que con frecuencia es necesario. Algunas veces se presentan estos tipos en masas homogéneas, por medio de caracteres completos, como Daudin, Prusias, Trissotin, Bridoison, la nodriza de Julieta; algunas veces inspirando terror, como Ricardo III, Begears, Tartufo y Mefistófeles; algunas veces respirando gracia y alegría, como Fígaro, Osrick, Mercurio y Don Juan. Este tipo se infiltra por todas partes, porque así como los seres vulgares tienen muchas veces accesos de lo sublime, los seres más distinguidos pagan con frecuencia su tributo a lo trivial y a lo ridículo: por eso constante e imperceptiblemente lo grotesco está presente en la escena hasta cuando calla, hasta cuando se esconde, y merced a su influencia nos libra de impresiones monótonas. Ya lanza la risa, ya lanza el horror en la tragedia. Consigue que el farmacéutico encuentre a Romeo, las tres brujas a Macbeth y los enterradores a Hamlet; algunas veces, en fin, como en la escena del rey Lear y su bufón, mezcla sin producir discordancia su voz chillona con las sublimes, lúgubres y fantásticas músicas del alma.
Véase, pues, cómo la arbitraria distinción de los géneros desaparece ante la razón y el buen gusto, y con la misma facilidad desaparecerá también la falaz regla de las dos unidades. Decimos dos y no tres unidades, porque la unidad de acción y no de conjunto, que es la única, verdadera y fundada, está hace ya mucho tiempo fuera de toda discusión.
Contemporáneos distinguidos, tanto extranjeros como nacionales, han atacado, ya teórica, ya prácticamente, esta ley fundamental del código pseudo-aristotélico. Por otra parte, el combate no podía ser muy largo. A la primera sacudida ha estallado; ¡tan carcomida estaba la viga de la antigua casucha escolástica!
Lo más extraño es que los rutinarios tienen la pretensión de apoyar la regla de las dos unidades en la verosimilitud, cuando precisamente la realidad es la que la mata. No hay nada tan inverosímil y tan absurdo como el vestíbulo, el peristilo o la antecámara, sitios públicos en los que nuestras tragedias se desarrollan, en los que se presentan, no se sabe cómo, los conspiradores a declamar contra el tirano y el tirano a declamar contra los conspiradores, por turno, como si se hubieran dicho bucólicamente:
Alternis cantemus; amant alterna Camenoe.
¿Han existido jamás peristilos de esa clase? ¿Hay algo más opuesto, no sólo a la verdad, sino también a verosimilitud? Resulta de todo esto que lo que es característico, íntimo y local, y no puede pasar en la antecámara o en la calle, esto es, el drama entero, pasa entre bastidores. Sólo vemos en cierto modo en el teatro los codos de la acción, las manos están fuera. En vez de escenas nos dan recitados, en vez de cuadros descripciones. Graves personajes, colocados como el coro antiguo, entre el drama y el espectador, le refieren lo que sucede en el templo, en el palacio o en la plaza pública, de modo que muchas veces nos dan tentaciones de gritar: -«Pues llevadnos allí, que eso es digno de verse.»
Se nos objetará que la regla que repudiamos está tomada del teatro griego, pero nosotros replicaremos, exigiendo que se nos diga si se parece en algo nuestro teatro al teatro griego. Además, ya hicimos ver la prodigiosa extensión de la escena antigua, que le permitía abarcar una localidad entera, de tal modo, que el poeta, podía, según las necesidades de la acción, transportarla como quisiera de un extremo del teatro al otro, lo que era casi un equivalente al cambio de decoraciones. El teatro griego estaba circunscrito a un fin nacional y religioso, y era mucho más libre que el nuestro, que sólo tiene por objeto divertir, o si se quiere, enseñar a los espectadores. Uno obedece sólo a las leyes que le son propias, mientras que, el otro se aplicaba condiciones de ser perfectamente extrañas a su esencia.
Se empieza a comprender ahora que la localidad exacta es uno de los elementos de la realidad. Los personajes hablando u obrando no son los únicos que graban en el espíritu del espectador el sello fiel de los hechos. El sitio en que ha sucedido una catástrofe es un testimonio inseparable y terrible, y la ausencia de esta especie de personaje mudo dejaría incompletas en el drama las más grandes escenas de la historia. El poeta sólo se atrevería a asesinar a Rizzio en la cámara de María Stuardo, ni a dar de puñaladas a Enrique IV en otra parte que en la calle de la Ferronerie, ni a quemar a Juana de Arco en otra parte que en el Mercado Viejo, ni a decapitar a Carlos I ni a Luis XVI en otros sitios que en las plazas siniestras desde las que se ven White-Hall y las Tullerías.
La unidad de tiempo no es más sólida que la unidad de lugar. La acción, encerrada en las veinticuatro horas, es cosa tan ridícula como encerrarla en el vestíbulo. Toda acción tiene su duración propia, como tiene su sitio particular. Causa risa querer propinar la misma dosis de tiempo a todos los acontecimientos y aplicarles la misma medida. Nos burlaríamos del zapatero que quisiera meter los mismos zapatos en todos los pies. Atravesar la unidad de tiempo y la unidad de lugar como los barrotes de una jaula y hacer entrar en ella pedantescamente todas las figuras y todos los pueblos que la Provincia desarrolla en grandes masas en la realidad, es mutilar los hombres y las cosas, es querer que haga visajes la historia. Es más; todo esto morirá durante la operación; de este modo los mutiladores dogmáticos alcanzan su resultado ordinario; esto es, que lo que estaba vivo en la crónica esté muerto en la tragedia. Por eso con frecuencia la jaula de las unidades sólo encierra un esqueleto.
Además, si veinticuatro horas pueden compendiarse en dos, será también lógico deducir que cuatro horas puedan compendiar cuarenta y ocho, y la unidad de Shakespeare no será la unidad de Corneille.
Éstos son los pobres ardides que desde hace dos siglos las medianías, la envidia y la rutina fraguan contra el genio, limitando de este modo el vuelo de nuestros grandes poetas. Con las tijeras de las unidades les han cortado un ala, ¿y qué nos han dado en cambio de las plumas arrancadas a Corneille y a Racine? Campistrón.
Concebimos que se nos pudiera objetar que los cambios demasiado frecuentes de decoraciones pueden embrollar y fatigar al espectador, produciendo en él el efecto del deslumbramiento; que las traslaciones multiplicadas de un sitio a otro en poco tiempo pueden exigir contraexposiciones que enfríen el interés; que debe temerse que, produzcan en medio de la acción lagunas que impidan que las partes del drama se adhieran perfectamente entre ellas, y que además desconcierten al espectador, no pudiendo comprender qué debe haber en aquellos vacíos; pero éstas son precisamente las dificultades del arte; éstos son los obstáculos propios de tal o de cual asunto, y sobre lo que no se puede legislar dando una ley para todos ellos. El genio debe resolverlos los poetas no deben eludirlos.
Nos bastará, en fin, para demostrar lo absurdo de la regla de las dos unidades, presentar la última razón, tomada de las entrañas del arte.
La existencia de la tercera unidad, la unidad de acción, es la única que todos admiten, porque resulta de un hecho: el ojo y el espíritu humano sólo pueden abarcar un conjunto cada vez; la unidad de acción es tan necesaria como las otras dos son inútiles; es la que marca el punto de vista del drama y, por lo tanto, excluye a las otras dos. No puede haber tres unidades en un drama, como no puede haber tres horizontes en un cuadro. Pero no hay que confundir la unidad con la sencillez de la acción. La unidad del conjunto no rechaza de ningún modo las acciones secundarias en que debe apoyarse la acción principal; sólo se necesita que estas partes, prudentemente subordinadas al todo, graviten sin cesar hacia la acción central y se agrupen alrededor de ella en los diferentes planos del drama. La unidad del conjunto es la ley de perspectiva del teatro.
-Los grandes genios han sufrido esas reglas que rechazáis -nos replicarán los críticos-. Desgraciadamente tenéis razón. Dios sabe adónde hubieran llegado esos hombres admirables si no les hubieseis cortado el vuelo. Se han prestado a aceptar vuestros grillos sin combatiros. Por eso Pedro Corneille, maltratado por debutar con su maravilla el Cid, tiene que luchar luego con Mairet, Claveret, D´Auvignac y Scuderi, y denunciar a la posteridad sus violencias. He aquí lo que le dijeron: «Joven, es menester aprender antes de enseñar.» Racine experimentó los mismos disgustos sin resistirse tanto como Corneille, porque carecía del genio, del carácter y de la esperanza de éste; se encerró en el silencio y abandonó al desdén de su época su arrebatadora elegía Esther y su magnífica epopeya Athalia.
Indudablemente nos ha privado de poseer muchas bellezas la cadena de críticos clásicos que empieza en Scuderi y termina en La Harpe; bellezas que su soplo árido ha secado en germen. A pesar de ellos nuestros grandes poetas han hecho brillar su genio oprimido por las trabas, y con frecuencia ha sido inútil que los quisiesen amurallar entre los dogmas y las reglas. Como el gigante hebreo, al huir, han arrancado las puertas de su prisión y se las han llevado a la montaña.
Esto no obstante, se repite y quizá se repetirá durante mucho tiempo: -¡Seguid las reglas! ¡Imitad a los modelos, que las reglas son las que los forman!- Pero es menester distinguir entre dos clases de modelos; los que se han escrito siguiendo las reglas, o los modelos de los que se han sacado las reglas. ¿En cuál de las dos categorías debe el genio buscar su sitio? Aunque siempre sea enojoso estar en contacto con los pedantes, vale mil veces más enseñarles que recibir lecciones de ellos. Después sólo se trata de imitar, ¿y el reflejo vale tanto como la luz? ¿El satélite que se arrastra sin cesar por el mismo círculo vale tanto como el astro centraly generador? A pesar de su magnífica poesía, Virgilio no es más que la luna de Homero.
Ahora veamos a quién hemos de imitar. ¿A los antiguos? Acabamos de probar que su teatro no tiene ninguna semejanza con el nuestro. Voltaire, que no está por Shakespeare, no está tampoco por los griegos; nos va a decir por qué: «Los griegos se han dedicado a espectáculos que son repulsivos para nosotros. Hipólito, destrozado por su caída, cuenta sus heridas y lanza gritos de dolor. A Filóctetes le acometen accesos en sus sufrimientos, y sangre negra mana de su herida. Edipo, lleno de sangre que gotea aún del hueco de sus ojos que acaba de arrancarse, se queja de los dioses y de los hombres. Se oyen los gritos de Clytemnestra, a la que ahoga su propio hijo, y Electra grita en medio del teatro: «Herid, matad, no perdonéis a nadie, que ella no ha perdonado a nuestro padre.» Se ve a Prometeo atado en una roca con clavos que se le hunden en el pecho y en los brazos. Las furias contestan a la sombra siniestra de Clytemnestra con aullidos que no tienen articulación humana: el arte estaba en su infancia en los tiempos de Esquilo, como en Londres en los tiempos de Shakespeare ¿Hay que imitar a los modernos? No hay de qué.
Pudiera objetársenos que concebimos el arte de tal manera, que parece que sólo contemos con los grandes poetas y con los genios; pero a eso debemos contestar que el arte no debe contar con las medianías; no las prescribe nada, no las conoce, no existen para él; el arte da alas y no muletas; por eso nada ha importado que Aubignac siguiese las reglas y que Campistrón imitara modelos. Esto nada le importa al arte, porque él no edifica palacios para las hormigas, y las deja formar su hormiguero sin saber si llegarán a apoyar sobre su base la parodia de su edificio.
Los críticos de la escuela escolástica colocan a sus poetas en difícil posición: por una parte les dicen sin cesar: Imitad a los modelos; por otra parte, proclaman constantemente que los modelos son inimitables; y luego, si a fuerza de trabajos estos escritores consiguen hacer pálida copia o calco descolorido de las obras de los maestros, los citados críticos les dicen unas veces: No se parece a nada; y otras veces: Se parece a todo; y por una lógica creada ex profeso para ello, cada una de estas dos fórmulas es una verdadera crítica.
Digámoslo en voz alta. Ha llegado el tiempo en que la libertad, como la luz, penetrando por todas partes, penetra también en las regiones del pensamiento. Es preciso inutilizar por inservibles las teorías, las poéticas y los sistemas. Hagamos caer la antigua capa de yeso que ensucia la fachada del arte. No debe haber ya ni reglas ni modelos; o mejor dicho, no deben seguirse más que las reglas generales de la naturaleza, que se ciernen sobre el arte, y las leyes especiales que cada composición necesita, según las condiciones propias de cada asunto. Las primeras son interiores y eternas, y deben seguirse siempre; las segundas son exteriores y variables, y sólo sirven una vez. Las primeras son las vigas de carga que sostienen la casa, y las segundas son los andamios que sirven para edificarla y que se hacen de nuevo para cada edificio; unas son el esqueleto y otras la vestidura del drama. Estas reglas, sin embargo, no están escritas en los tratados de poética. El genio, que adivina más que aprende, extrae para cada obra las primeras reglas del orden general de las cosas, las segundas del conjunto aislado del asunto, que trata, no como el químico que enciende el hornillo, sopla el fuego, calienta el crisol, analiza y destruye, sino como la abeja, que vuela con alas de oro, se posa sobre las flores y extrae la miel, sin que los cálices pierdan su brillo ni las corolas su perfume.
Insistimos en que el poeta sólo debe seguir los consejos de la naturaleza, de la verdad y de la inspiración, que ésta es también una verdad y una naturaleza. Lope de Vega decía:
Que cuando he de escribir una comedia, encierro los preceptos con seis llaves.
Efectivamente, no son demasiado seis llaves para encerrar los preceptos. El poeta debe tener mucho cuidado de no copiar a nadie, y ni aun tomar por modelo a Shakespeare o a Molière, a Schiller o a Corneille. Si el verdadero talento pudiera abdicar hasta este punto de su verdadera naturaleza, y desprenderse de su originalidad personal para transformarse en otro, lo perdería todo representando el papel de Sosie. Sería el dios que se convertía en lacayo. Es preciso beber en los manantiales primitivos; que la misma savia, esparcida por todo el suelo, que produce todos los árboles del bosque, los produce diferentes en figura, en hojas y en frutos; la misma naturaleza fecunda y nutre a los genios más distintos. El poeta es un árbol que puede ser batido por todos los vientos y abrevado por todos los rocíos que producen sus obras, que son sus frutos, como, el fabulista produce sus fábulas. ¿Por qué encadenarse a un maestro? ¿Por qué esclavizarse a un modelo? Vale más ser zarza o cardo, que se nutre de la misma tierra que el cedro y que la palmera, que ser hongo o liquen de los grandes árboles; la zarza vive y el hongo vejeta; además, que por grandes que sean el cedro y la palmera, la sustancia que se saque de ellos puede no convertirnos en grandes por nosotros mismos. El parásito de un gigante resultará todo lo más enano. La encina, a pesar de ser colosal, sólo puede producir el muérdago.
Si algunos de nuestros poetas han sido notabilísimos imitando, es porque, modelándose con la forma antigua, han seguido, sin embargo, las inspiraciones de su naturaleza y de su genio y han sido originales en algo. Sus ramajes se extendían sobre el árbol inmediato, pero sus raíces se sumergían en el suelo del arte; han sido yedra, pero no muérdago. Después ha llegado otra clase de imitadores, que no teniendo ni raíces en tierra ni genio en el alma, han tenido que concretarse a la imitación. Como dice Carlos Nodier: «Después de la escuela de Atenas vino la escuela de Alejandría.» Entonces llegó la irrupción de las medianías, y entonces pulularon esas poéticas, que son tan cómodas para ella y tan embarazosas para el talento. Entonces dijeron que todo estaba ya escrito y prohibieron a Dios que creara otros Molières y otros Corneilles. Quisieron que la memoria hiciera las veces de la imaginación, reglamentando este descubrimiento con aforismos por este estilo: «Imaginar, dice la Harpe con cándida seguridad, no es en el fondo otra cosa que recordar.»
Debe copiarse la naturaleza y la verdad. Nosotros, con la idea de demostrar que en vez de demoler el arte las ideas nuevas sólo tratan de reconstruirle con más solidez y con mejores fundamentos, vamos a indicar cuál es el límite infranqueable que, según nuestra opinión, separa la realidad según el arte, de la realidad según la naturaleza. Sólo puede confundirlas el aturdido, como lo hacen algunos partidarios moderados del romanticismo. La verdad en el arte no puede ser, como lo creen muchos, la realidad absoluta. El arte no puede dar la cosa misma. Supongamos que uno de los promovedores irreflexivos de la naturaleza absoluta, de la naturaleza vista fuera del arte, asiste a la representación de una pieza romántica, del Cid por ejemplo. Desde las primeras palabras extrañará que el Cid hable en verso, y dirá que hablar en verso no es natural, que debe hablarse en prosa. En segundo lugar, dirá que el Cid habla en francés, y la naturaleza requiere que hable su lengua, esto es, que hable en español. Pero no es esto todo; antes de llegar a la décima frase castellana, el defensor de la realidad absoluta debe levantarse y preguntar si el Cid que está hablando es el verdadero Cid en carne y hueso. ¿Con qué derecho el actor que lo representa, y que se llama Pedro o Jaime, toma el nombre del Cid? Eso es falso. Por el mismo motivo debe exigir que el sol del cielo sustituya al sol de la maquinaria, y árboles reales y casas verdaderas a los mentirosos bastidores. Colocándonos en semejante pendiente, a la que la lógica nos arrastra, no sabemos ya dónde iremos a parar.
Debe, pues, reconocerse, so pena de caer en el absurdo, que el dominio del arte y de la naturaleza son perfectamente distintos. La naturaleza y el arte son dos cosas diferentes, y si no lo fueran, la una o la otra no existiría. El arte, además de su parte ideal, tiene una parte terrestre y positiva. Haga lo que haga, está encerrado entre la gramática y la prosodia, y posee para sus creaciones más caprichosas formas, medios de ejecución y todo un material que remover: para el genio, éstos son los instrumentos; para la medianía, éstas son las herramientas.
Se ha dicho que el drama es un espejo que refleja la naturaleza; pero si este espejo es ordinario y presenta la superficie plana y unida, sólo se verán en él los objetos como una imagen turbia y sin relieve, fiel, pero descolorida, porque sabido es que el color de la luz pierde con la reflexión simple. Es preciso, pues, que el drama sea un espejo de concentración que, en vez de debilitar, recoja y condense los rayos colorantes, que de una claridad haga luz y de una luz llama. Entonces sólo el drama será digno del arte.
El teatro es un punto de vista óptico. Todo lo que existe en el mundo, en la historia, en la vida y en el hombre, debe y puede reflejarse en él, pero embellecido por la vara mágica del arte. El arte hojea los siglos y la naturaleza, interroga a las crónicas, estudia para reproducir la realidad de los hechos, sobre todo la de las costumbres y la de los caracteres; restaura lo que los analistas han truncado, adivina sus omisiones y las repara, llena sus lagunas por medio de imaginaciones que tienen color de época; agrupa lo que ellos han esparcido, reviste el todo con una forma poética y natural a la vez, y le da la vida de verdad saliente que engendra la ilusión, el prestigio de realidad que apasiona a los espectadores después de haber apasionado al poeta. De este modo el objeto del arte es casi divino; consiste en resucitar si se trata de la historia, y en crear si se trata de la poesía.
Es grandioso ver desenvolverse majestuosamente un drama en el que el arte desarrolla poderosamente la naturaleza; el drama en que la acción camina a su desenlace con firmeza y con facilidad, sin difusión y sin verosimilitud; en el que el poeta llena plenamente el objeto múltiple del arte, que consiste en abrir al espectador doble horizonte, iluminando a la vez el interior y el exterior de los hombres; el exterior por medio de sus discursos y de sus acciones, el interior por los apartes y por los monólogos, creando en el mismo cuadro el drama de la vida y el drama de la conciencia.
Concíbese que para una obra de este género, si el poeta debe elegir entre los asuntos (y debe), no debe escoger lo bello, sino lo característico. No porque le convenga dar, como se dice ahora, color local, esto es, añadir algunos toques chillones aquí y allá, en un conjunto que continúe siendo falso y convencional, sino porque no es en la superficie del drama donde debe estar el color local, sino en el fondo, en el corazón mismo de la obra, desde el que se esparza por fuerza de ella natural e igualmente y, por decirlo así, en todos los rincones del drama, como la savia que sube desde las raíces a las hojas altas del árbol. El drama debe estar impregnado de color de época; debe aspirarse en ella de tal modo, que nos apercibamos de que entrando y saliendo de él hemos cambiado de siglo y de atmósfera. Se necesitan algunos estudios y bastante trabajo para conseguirlo, pero esto le da más mérito. Es conveniente que obstruyan las avenidas del arte zarzas y espinos que hagan retroceder a todos menos a las voluntades fuertes. Además, este estudio, cuando lo sostiene una ardiente inspiración, garantizará al drama del defecto que le mata, el de ser común. Éste es el defecto de los poetas de vista corta y de cortos alientos.
Es indispensable que en la época de la escena las figuras aparezcan con sus rasgos más salientes y más individuales; hasta las más vulgares y triviales deben tener personificación propia. No debe abandonarse ningún hilo suelto en el drama. Como Dios, el verdadero poeta debe estar presente en todas las partes de su obra. El genio debe parecerse al acuñador, que imprime la efigie real lo mismo en las piezas de cobre que en las monedas de oro.
Consideramos, y esto probará a los hombres de buena fe que no tratamos de reformar el arte, consideramos que el verso es uno de los medios más propios para preservar al drama del defecto que acabamos de señalar; consideramos que el verso es uno de los diques más poderosos para preservarnos de la irrupción de lo común. Aquí nos vamos a permitir indicar un error que creemos que padece la literatura joven, tan rica ya en autores y en obras, error que, por otra parte, justifican las increíbles aberraciones de la antigua escuela. El nuevo siglo está aún en la edad de su crecimiento y es árbol que se puede enderezar con facilidad.
Se ha formado en los últimos tiempos, como penúltima ramificación del viejo tronco clásico, o mejor dicho, se ha formado una de esas excrecencias, uno de esos pólipos que desarrolla la decrepitud y que son más signo de descomposición que prueba de vida: se ha formado una singular escuela de poesía dramática. Esta escuela parece que tenga por maestro y por tronco común al poeta que marca la transición del siglo XVIII al XIX, al hombre de las descripciones y de las perífrasis, a Delille, que, según refieren, se vanagloriaba, a la manera que Homero se jactaba de haber descrito doce camellos, cuatro perros, tres caballos, seis tigres, etc., de haber hecho muchas descripciones de invierno, de estío, de primavera, de puestas de sol, y tantas auroras que era imposible contarlas.
Pues Delille pasó a la tragedia. Es el fundador de una escuela que pretende ser maestra en la elegancia y en el buen gusto, y que floreció recientemente. La tragedia no es para esta escuela lo que es, por ejemplo, para Shakespeare, un manantial de emociones de todas clases, sino un cuadro cómodo para resolver una multitud de insignificantes problemas descriptivos, que es lo que se propone durante su curso; en vez de rechazar, como la verdadera escuela clásica francesa, las trivialidades y las cosas ordinarias de la vida, las busca y las recoge con avidez. Lo grotesco, evitado cuidadosamente en la tragedia del tiempo de Luis XIV, se admite en esta escuela, pero ennoblecido. Su objeto parece que sea extender cartas de nobleza a todo lo más vulgar del drama, y cada una de estas cartas contiene una larga tirada de versos.
A la musa de esta escuela, que está acostumbrada a las caricias de la perífrasis, las palabras propias que alguna vez la frotarían con aspereza le causan horror, no es digno de ella hablar con naturalidad; ella critica a Corneille porque dice crudamente:
-Un montón de hombres perdidos de deudas y de crímenes.
-Climene, ¿quién lo hubiera creído? Rodrigo, ¿quién lo hubiera dicho?
-Cuando Flaminius regateaba con Aníbal.
-¡Ah! ¡No queráis barajarme con la República!, etc.
Esa Melpómene, como se llama a sí misma, se estremecería de pasar sólo la vista por una crónica: deja a los eruditos el cuidado de averiguar la época en que pasan los dramas que escribe; la historia para ella es de mal tono y de mal gusto. ¿Cómo ha de poder tolerar, por ejemplo, que los reyes y las reinas juren? Desde la dignidad real se deben elevar a la dignidad trágica. En una palabra, nada es tan común como su elegancia y su nobleza convencional. Carece de rasgos, de imaginación y de invención en el estilo. Sólo es retórica ampulosa, llena de lugares comunes, de flores trasnochadas y de la poesía de los versos latinos. Sólo tiene ideas prestadas que viste con imágenes de pacotilla. Los poetas de esta escuela son elegantes a la manera de los príncipes y princesas de teatros, que están siempre seguros de encontrar en los vestuarios mantos reales y coronas de similor, que sólo tienen el defecto de servir para todo el mundo. Si los poetas de esa escuela no hojean la Biblia, en cambio constituye su evangelio un libro grueso, que se llama el Diccionario de la rima; éste es el manantial de su poesía, fontes aquarum.
Se comprende que de ese modo la naturaleza y la verdad queden malparadas; porque sería gran casualidad que sobrenadase alguna ruina de ellas en el cataclismo de arte falso, de estilo falso y de poesía falsa de esa escuela. Esto ha infundido error a nuestros reformadores más distinguidos. Chocándoles el embarazarniento, el aparato y lo pomposo de esta pretendida poesía dramática, han creído que los elementos de nuestro lenguaje poético eran incompatibles con lo natural y con lo verdadero. Estaban tan cansados de los alejandrinos, que les condenaron sin querer oírles, y de esta condena han deducido, quizá con precipitación, que el drama debía escribirse en prosa.
Pero éste es un segundo error, porque si, en efecto, el estilo es falso, como en el desarrollo del diálogo de ciertas tragedias francesas, no es culpa de los versos, sino de los versificadores; debe condenarse, no la forma que se emplea, sino a los que emplean esa forma; a los obreros, no a las herramientas.
Para convencerse que la naturaleza de nuestra poesía no pone obstáculos a la libre expresión de lo verdadero, no es quizá en Racine donde debe estudiarse nuestra versificación; debe estudiarse en algunas obras de Corneille y en todas las obras de Molière. Racine es poeta divino, elegiaco, lírico y épico; Molière es dramático; pero ya es hora de hacer justicia y de destruir las críticas amontonadas por el mal gusto del último siglo sobre el estilo admirable de Molière, que se sienta en la cumbre de la poesía, no sólo como poeta, sino también como escritor.
En el verso abarca la idea y la incorpora, estrechándola y desarrollándola al mismo tiempo, prestándole figura esbelta, estricta y completa, y ofreciéndonosla como en elixir. El verso es la forma óptica del pensamiento; por eso conviene a la perspectiva escénica. Escrito el verso de cierto modo, comunica su relieve a las ideas que sin él pasarían desapercibidas por insignificantes y vulgares. Hace más sólido y más firme el tejido del estilo. Es el nudo que para el hilo. Es la cintura que sostiene la túnica y que la hace formar pliegues. ¿Qué puede perder, pues, al entrar en el verso la naturaleza y la verdad? Se lo preguntamos a nuestros prosistas: ¿pierde algo la naturalidad en la poesía de Molière? ¿El vino, que nos permite decir algunas trivialidades de sobra, deja de ser vino porque esté embotellado?
Si tuviésemos el derecho de decir y de imponer nuestra opinión sobre el estilo del drama, diríamos que debía expresarse en verso libre, franco, leal, que se atreviera a decirlo todo sin gazmoñería y expresarlo todo sin rebuscamientos, pasando del tono natural de la comedia al de la tragedia, de lo sublime a lo grotesco; siendo a la vez positivo y poético, artístico e inspirado, profundo y repentino, suelto y verdadero; sabiendo quebrar a propósito y colocar en distintos sitios la cesura, para evitar la monotonía de los alejandrinos. Inclinándose más a cortar el verso que a invertirle, siendo fiel a la rima, a esta esclava reina, a esta suprema gracia de nuestra poesía; debe ser el estilo inagotable en la verdad de sus giros, teniendo pleno conocimiento de los secretos de la elegancia y de la factura; tomando, como Proteo, mil formas sin cambiar de tipo ni de carácter; ocultándose, siempre detrás del personaje; siendo lírico, épico o dramático, según lo exija la situación; sabiendo recorrer todo el pentagrama poético, ir de arriba abajo, desde las ideas más elevadas hasta las más vulgares, desde las más graciosas a las más graves, desde las exteriores hasta las abstractas, sin salirse jamás de los límites que debe tener una escena hablada; en una palabra, el estilo debe ser como lo escribía el hombre privilegiado al que una hada benéfica dotara del alma de Corneille y de la cabeza de Molière. Nos parece que entonces la versificación sería tan bella como la prosa.
No habría entonces ninguna relación entre la poesía que presentamos como modelo y la poesía cuya autopsia cadavérica acabamos de verificar. La diferencia que la separa es fácil de comprender.
Repitamos que el verso, sobre todo en el teatro, debe despojarse de todo amor propio, de toda exigencia y de toda coquetería. El verso en el drama sólo es una forma, que debe admitirlo todo, que no debe imponer nada; antes por el contrario, debe recibirlo todo del drama, para transmitir al espectador textos de leyes, juramentos reales, locuciones populares, comedia, tragedia, risa, lágrimas, prosa y poesía.
Esta forma debe ser de bronce y encerrar el pensamiento en el metro, y con ella el drama es indestructible, porque le graba de antemano en el espíritu del actor, le advierte lo que suprime y lo que añade, le impide alterar su papel y hace sagrada cada palabra, consiguiendo que lo que dijo el poeta se encuentre mucho tiempo después fijo en la memoria del espectador. La idea templada en el verso adquiere muchas veces más incisión y más brillo; es hierro convertido en acero. Compréndese que la prosa sea necesariamente más tímida y se vea obligada a privar al drama de poesía lírica o épica, reduciéndolo al diálogo y a lo positivo y careciendo de los manantiales antes indicados. La prosa tiene las alas más cortas, es de más fácil acceso; las medianías se encuentran mejor escribiéndolas, y si exceptuamos unas cuantas obras distinguidas como las que han aparecido en estos últimos tiempos, el arte sería muy pronto un montón de abortos y de embriones.
Otra fracción de los reformistas se inclina a que el drama se escriba parte en verso y parte en prosa, como lo hizo Shakespeare. Esta manera tiene sus ventajas. Podría, sin embargo, no haber oportunidad ni belleza en las transiciones de una forma a otra, y además, cuando el tejido es homogéneo es mucho más sólido. Después de todo, que el drama esté escrito en prosa, sólo es una cuestión secundaria. La categoría de una obra debe fijarse, no por su forma, sino por su valor intrínseco. En cuestiones de esta clase no hay mas que una solución; sólo hay un peso que puede inclinar la balanza del arte, el peso del genio.
Sea prosista o versificador, el primero e indispensable mérito del escritor dramático consiste en la corrección; no en la corrección de la superficie, que es la cualidad o el defecto de la escuela descriptiva, sino en la corrección íntima, profunda y razonada que se penetra del genio de un idioma que ha sondeado las raíces y que ha hojeado las etimologías; corrección que es siempre libre, porque se hace con seguridad y sabe que va siempre acorde con la lógica de la lengua, a pesar de que afirmen ciertas opiniones, que sin duda no han meditado en lo que afirman, y entre las que debe colocarse la del autor de este libro, que la lengua francesa no está fijada y que no se fijará. Las lenguas no se fijan. El espíritu humano está siempre en movimiento y las lenguas hacen lo mismo que él. ¿Cambiando el cuerpo cómo no ha de cambiar el traje? El francés del siglo XIX no puede ser el francés del siglo XVIII, como éste no es el francés del siglo XVII, ni el del XVII es el del XVI. La lengua de Montaigne no es la de Rabelais, la lengua de Pascal no es la de Montaigne, la lengua de Montesquieu no es la de Pascal. Cada una de esas cuatro lenguas, considerada en sí misma, es admirable, porque es original. Cada época tiene ideas propias, y debe tener palabras propias para expresar sus ideas. Las lenguas son como el mar, oscilan sin cesar. En tiempos dados dejan una ribera del mundo del pensamiento e invaden otra, y todo lo que las olas dejan desierto se seca en el suelo; de esta manera las ideas se extinguen y las palabras se van. Sucede en los idiomas humanos como en todo: cada siglo trae y se lleva algo. Esto sucede fatalmente, y es en vano que se intente petrificar la móvil fisonomía de nuestro idioma bajo una forma cualquiera; es en vano que nuestros Josués literarios griten a la lengua que se pare, porque ni las lenguas ni el sol se paran nunca. El día en que se fijan es el día que mueren; por eso el francés de cierta escuela contemporánea es una lengua muerta.
Tales son las ideas actuales del autor de este libro sobre el drama. Está muy lejos de tener la pretensión de presentar su ensayo dramático como emanación de estas ideas, que, por el contrario, no son quizá, hablando francamente, más que revelaciones de la ejecución. Le hubiera sido más cómodo, sin duda, y más hábil fundar el drama sobre el prefacio y defender el uno con el otro. Prefiere tener menos habilidad y más franqueza. Quiere ser el primero en reconocer la flojedad del lazo que liga el prólogo al drama. Su primer proyecto, que no llevó a cabo, fue dar al público la obra sola; el demonio sin los cuernos, como decía Iriarte. Después de haber terminado el drama, a ruegos de algunos amigos, probablemente ciegos, se determinó a publicar el prefacio, a trazar el mapa del viaje poético que acababa de hacer, a darse razón de las adquisiciones buenas o malas que aportaba, y de los nuevos aspectos bajo los que el dominio del arte se había presentado a su espíritu. Debe tenerse en cuenta, contra él, el dictamen, o sea reproche, que un crítico alemán le ha dirigido, de haber tratado de escribir una poética para su poesía. A pesar de este reproche, debemos contestar que el autor tuvo más intención de deshacer que de hacer poéticas. Después de todo, ¿no será mejor escribir poéticas después de haber escrito poesía, que poesía después de haber escrito una poética? Pero no, no se trata de esto; el autor no tiene talento creador, ni la pretensión de establecer sistemas. «Los sistemas, dice espiritualmente Voltaire, son como los ratones que pasan por veinte agujeros, pero que al fin encuentran dos o tres en donde no pueden entrar.» Esto hubiera sido emprender un trabajo inútil y superior a sus fuerzas.
El autor pleitea, por el contrario, por conseguir la libertad del arte contra el despotismo de los sistemas, de los códigos y de las reglas. Tiene por costumbre seguir a la ventura el asunto que escoge por inspiración y cambiar de molde cada vez que cambia de composición; huye sobre todo del dogmatismo en las artes. No quiera Dios que aspire nunca a ser de esos románticos o clásicos que escriben sus obras según uno de los dos sistemas, que se condenan para siempre a que su talento no tenga más que una forma y a no seguir otras leyes que las de su organización y las de su naturaleza. La obra artificial de semejantes hombres, por mucho talento que tengan, no existe para el arte; es una teoría, pero no una poesía.
Después de haber indicado en todo lo que precede cuál ha sido, según nuestra opinión, el origen del drama, cuál es su carácter y cuál debe ser su estilo, ha llegado el momento de descender de esas cumbres generales del arte al caso particular que nos hizo subir hasta ellas. Sólo nos resta enterar al lector de nuestra obra, de Cromwell, y como éste no es un asunto que nos complace, sólo diremos de él unas cuantas palabras.
Oliverio Cromwell pertenece al número de los personajes históricos que, siendo muy célebres, son poco conocidos. La mayor parte de sus biógrafos, algunos de ellos historiadores, han dejado incompleta su gran figura, como si no se hubieran atrevido a reunir todos los rasgos del colosal prototipo de la reforma religiosa y de la revolución política de Inglaterra. Casi todos se han concretado a reproducir con mayores dimensiones el sencillo y siniestro perfil que de él trazó Bossuet, bajo su punto de vista monárquico y católico, desde su púlpito de obispo, que se apoyaba en el trono de Luis XIV.
Como todo el mundo, el autor de este libro daba crédito a la susodicha biografía, y el nombre de Cromwell sólo despertaba en él la idea sumaria de un regicida fanático y de un gran capitán. Pero estudiando la crónica y hojeando a la ventura las memorias inglesas del siglo XVII, empezó a notar que se desarrollaba ante sus ojos un Cromwell enteramente nuevo, que no era únicamente el Cromwell militar y político de Bossuet, sino un ser complejo, heterogéneo, múltiple, compuesto de elementos contradictorios, bueno y malo, lleno de genio y de pequeñez; una especie de Tiberio-Daudin, tirano de Europa y juguete de su familia; regicida, que humillaba a los embajadores de los reyes, y al que torturaba su hija; austero y sombrío en sus costumbres, pero entreteniéndose con cuatro bufones que tenía a su lado; que escribía malos versos; que era sobrio, sencillo y frugal; soldado grosero y político sutil; hábil en las argucias teológicas; orador pesado, difuso y oscuro, pero que sabía hablar al alma a los que quería seducir; hipócrita y fanático; visionario dominado por fantasmas desde su niñez; que creía en los astrólogos y los proscribía; excesivamente desconfiado, siempre amenazador y rara vez sanguinario; rígido observador de las prescripciones puritanas; brusco y desdeñoso con sus familiares, acariciando a los sectarios que temía, engañando sus remordimientos con sutilezas; grotesco y sublime; en una palabra, siendo uno de esos hombres cuadrados por la base, como les llamaba Napoleón.
El autor de este drama, al encontrarse con este raro y chocante conjunto, conoció que la silueta apasionada de Bossuet era insuficiente. Empezó a dar vueltas alrededor de esta elevada figura, y le acometió la ardiente tentación de pintar al gigante bajo todas sus fases y bajo todos sus aspectos. La materia era abundante. Tras de pintar al hombre de guerra y al hombre de Estado, faltaba dibujar aún al teólogo, al pedante, al mal poeta, al visionario, al bufón, al padre, al marido, al hombre Proteo, en una palabra, al Cromwell doble; homo et vir.
Sobre todo hay en su vida una época en que carácter tan singular se desarrolla bajo todas sus formas. No es esta época, como pudiera creerse al primer golpe de vista, la del proceso de Carlos I, a pesar de palpitar en ella un interés sombrío y terrible, sino la época en que el ambicioso trató de recoger el fruto de la muerte del rey; fue el momento en que Cromwell había llegado a una altura que hubiera sido para cualquier otro la cumbre posible de la fortuna; cuando era dueño de Inglaterra, en la que sus mil facciones enmudecían; cuando era dueño de Escocia y de Irlanda, y árbitro de Europa por su armada, por su ejército y por su diplomacia; cuando trató de realizar el primer sueño de su infancia y el último móvil de su vida, el de proclamarse rey. La historia no ha ocultado jamás tan alta enseñanza en un drama tan alto. El Protector obliga al principio a que se lo supliquen; y la augusta tarea empieza por las peticiones que en este sentido le dirigen las comunidades, las ciudades y los condados, a las que sigue un bill del Parlamento. Cromwell, que es el autor anónimo de esta farsa, aparece descontento de estas peticiones, y después de avanzar la mano hacia el cetro la retira, y se le ve aproximarse oblicuamente hacia el trono, a él, que ha tenido valor para barrer la dinastía. Al fin se decide bruscamente; ordena que empavesen a Westminster y que en dicho palacio levanten un estrado: encargan la corona a un platero y llegan a fijar el día de la ceremonia, que tuvo un desenlace extraño. El día señalado, ante el pueblo, la milicia y los comunes, en la gran sala de Westminster, sobre el estrado, del que quería descender rey, sobresaltado de súbito parece despertar: al contemplar la corona pregunta si sueña y qué es lo que significa aquella ceremonia, y pronunciando un discurso que dura tres horas, rehúsa admitir la dignidad real. ¿Fue que sus espías le avisaron de que se fraguaban dos conspiraciones combinadas, la de los caballeros y la de los puritanos, que debían estallar aquel mismo día? ¿Fue que la revolución se produjo en él al oír los murmullos del pueblo, que se indignó al ver que el regicida iba a escalar el trono? ¿Fue sólo sagacidad de genio, instinto prudente de una ambición desenfrenada, que comprende que un paso más cambia de repente la posición y la grandeza de un hombre, y no se atreve a exponerse a la impopularidad? ¿Fue todo esto a la vez? Esto es lo que no pone en claro ninguno de los documentos contemporáneos; y de ese modo dejan en completa libertad al poeta y hacen ganar al drama, que puede ocupar los huecos que deja la historia. Por lo que acabamos de decir puede comprenderse que el drama debe ser inmenso y único, desarrollándolo en la hora decisiva, en la gran peripecia de vida de Cromwell. Cromwell íntegro juega en esta comedia que se representa entre Inglaterra y él.
Este es el hombre y esta es la época que hemos intentado bosquejar.
El autor se ha dejado arrastrar por el placer infantil de tocar todas las teclas de ese gran clavicordio; otros más hábiles hubieran podido sacar de él más elevadas y más profundas armonías, pero no de esas armonías que halagan al oído, sino de esas armonías que agitan al hombre, como si cada cuerda del clavicordio se ligase a una fibra del corazón. El autor ha cedido al deseo de pintar los fanatismos, las supersticiones, las enfermedades de las religiones en ciertas épocas y de amontonar debajo y alrededor de Cromwell toda aquella corte, todo aquel pueblo y todo aquel mundo, haciendo de él la unidad que imprima la impulsión al drama. El autor ha querido pintar la doble conspiración que tramaron dos partidos que se aborrecían, que se ligaron para derribar al hombre que les molestaba, pero que se unieron sin confundirse; ha querido describir el partido puritano, fanático, sombrío y desinteresado, que tomó por jefe a un hombre demasiado pequeño para representar tan gran papel, al egoísta y pusilánime Lambert; y al partido de los caballeros, aturdido, alegre y poco escrupuloso, pero capaz de sacrificarse, que tenía por jefe al hombre que, exceptuando su abnegación, le podía representar menos, al probo y severo Ormond. El autor ha querido describir a aquellos embajadores tan humildes delante de aquel soldado de fortuna, y a aquella corte extraña, en la que se mezclaban los aventureros y los grandes señores, y los cuatro bufones que el desdeñoso olvido de la historia permite crear, y la familia del Protector, de la que cada miembro es una plaga para él. El autor describe, además, a Thurloe, que fue el Achates del Protector; al rabino judío Israel-Ben-Manassé, espía, usurero y astrólogo, vil por dos partes y sublime por la tercera; al caprichoso Rochester, ridículo y espiritual, elegante y crapuloso, jurando sin cesar, siempre enamorado y siempre borracho, de lo que se vanagloriaba con el obispo Burnet, mal poeta y buen gentilhombre, jugándose la cabeza y sin cuidarse de ganar la partida con tal de divertirse; y al salvaje Carr, tan característico y tan fanático. Finalmente, el autor dibuja las siluetas de los fanáticos de todas clases: Harrison, fanático pilluelo; Barebone, comerciante fanático; Syndercomb, homicida; Agustín Garland, asesino lacrimoso y devoto; al bravo coronel Overton, hombre de letras algo declamador; al austero y rígido Ludlow y al célebre Milton.
No indicaremos aquí a ninguno de los personajes de último orden, a pesar de que cada uno de ellos tiene su vida real y su individualidad marcada, y a pesar de que todos contribuyeron a la seducción que ejerció en la imaginación del autor esta vasta escena de la historia, de cuya escena sacó el drama. Lo escribió en verso porque así le pareció conveniente. Se verá, cuando se lea, qué poco se acordaba el autor de su obra al escribir este prefacio, comprendiendo el desinterés con que combatía el dogma de las unidades. La acción del drama no sale de Londres; empieza el 25 de junio de 1657, a las tres horas de la madrugada, y termina el 26 al mediodía, por lo que se ve que casi lo ha encerrado en la prescripción clásica tal como la desean los profesores de poesía. Pero no es por el permiso de Aristóteles, sino por el permiso de la historia, por lo que el autor ha agrupado así su drama, y porque teniendo un interés igual, prefiere concentrar el asunto a desparramarlo.
Es evidente que este drama, con sus grandes proporciones, no puede caber en las representaciones escénicas; es demasiado largo. Sin embargo, se conoce en todas sus partes que ha sido escrito para representarse. Al adelantar en la concepción de su plan, el autor reconoció la imposibilidad de que se admitiese en el teatro esta reproducción fiel de una época, dado el estado excepcional en que nuestro teatro se encuentra, entre la Caribdis académica y el Scila administrativo, entre los jurados literarios y la censura política. Era preciso elegir entre la tragedia artificiosa, cazurra, falsa, pero que pudiera representarse, o el drama insolentemente verdadero y que tuviera que desterrarse de la escena: el autor se decidió por lo segundo; por esto, desesperando de verlo jamás en escena, el autor se entregó a las fantasías de la composición y al placer de desarrollar en grandes proporciones todo el argumento que el drama requería, y ya que el drama no puede aparecer en el teatro, desea que tenga la ventaja de que sea lo más completo posible bajo el punto de vista histórico.
Por otra parte, los comités de lectura sólo son un obstáculo de segundo orden. Si alguna vez la censura dramática comprende que la inocente y exacta imagen de Cromwell y de su tiempo están tomados fuera de nuestra época y les permite llegar hasta el teatro, sólo en ese caso el autor podría extraer del drama otro drama que se aventuraría a representar y que quizá lo silbarían.
Hasta entonces continuará estando alejado del teatro, pues siempre abandonará demasiado pronto su querido y casto retiro por las agitaciones del nuevo mundo. Quiera Dios que no se arrepienta jamás de haber expuesto la virgen oscuridad de su nombre y de su persona a los escollos, a las borrascas y a las tempestades del parterre, y sobre todo a las miserables intrigas de bastidores; a haber entrado en la atmósfera variable, tempestuosa, en la que dogmatiza la ignorancia, en la que silba la envidia, en la que se arrastran las cábalas, en la que se desconoce con frecuencia la probidad del talento, en la que el noble candor del genio está algunas veces fuera de su sitio, en la que la medianía consigue rebajar a su nivel a superioridades que la ofuscan, en la que se encuentran muchos pigmeos por cada gigante y muchas nulidades para encontrar un Talma.
Suceda lo que suceda, el autor cree que debe advertir de antemano que el menor número de personajes que pudiera ponerse en un drama extraído del Cromwell siempre ocuparían el tiempo de una larga representación. Es difícil establecer un teatro romántico de otro modo. Porque si se pretende escribir tragedias de otra manera que las tragedias en que intervienen uno o dos personajes, tipos abstractos de una idea puramente metafísica, que se pasean solamente en un fondo sin profundidad que ocupan los confidentes, encargados de llenar los vacíos de una acción sencilla, uniforme y monótona, es poco una noche entera para desarrollar bajo todas sus fases a un hombre extraordinario y toda una época de crisis; al primero con su carácter, con su genio que se acopla a éste, con las creencias que les dominan a los dos, con las pasiones que vienen a destruir las creencias, el carácter y el genio, y acompañado del cortejo innumerable de hombres de todas clases que agentes diversos hacen revolotear a su alrededor; y luego, para pintar la época con sus costumbres, sus leyes, sus modas, su espíritu, sus supersticiones, sus acontecimientos y su pueblo. Compréndese, en efecto, que semejante cuadro debe ser gigantesco; porque en vez de satisfacerse con la pintura de una individualidad, como se satisface el drama abstracto de la antigua escuela, deben presentarse veinte, cuarenta, cincuenta individualidades, todas de relieve y con todas sus proporciones. Intervendrán multitud de personajes en el drama; ¿y no sería injusto acortarle dos horas de duración, para conceder las dos horas restantes a la ópera cómica o a la farsa?
Esperamos, pues, que no tardarán en Francia a acostumbrarse a consagrar una noche entera a la representación de un solo drama. En Inglaterra y en Alemania se ponen en escena dramas que duran seis horas. Los griegos, de los que tanto hemos hablado, llegaban algunas veces hasta hacer representar doce o dieciséis piezas cada día. En los pueblos amigos de los espectáculos, la atención es más viva de lo que se cree. El casamiento de Fígaro, que constituye el nudo de la gran trilogía de Beaumarchais, llena toda una noche y no ha cansado nunca a nadie. Beaumarchais era digno de aventurar el primer paso hacia ese adelanto del arte moderno, al que es imposible desarrollar en dos horas el invencible interés que resulta de una acción vasta, verdadera y multiforme. Es un error creer, como algunos creen, que el espectáculo compuesto de una sola obra dramática sería monótono y parecería largo: al contrario, perdería su longitud y monotonía actual.
Al terminar el autor lo que ha tratado de exponer al público, ignora cómo acogerá la crítica su drama y estas ideas sumarias, desprovistas de sus corolarios y de sus ramificaciones y recogidas al paso y con la prisa de concluir. Indudablemente parecerán a los discípulos de La Harpe descaradas o extrañas; pero si por ventura, desnudas y francas como las presenta, pueden contribuir a encarrilar por el verdadero camino al público que ha alcanzado ya esmerada educación, y al que tan notables escritos de crítica o de aplicación, en libros o en periódicos, han madurado bastante para comprender el arte, que siga esta impulsión, sin ocuparse de si la da un hombre desconocido, una voz sin autoridad y una obra de poco mérito. Soy una campana de cobre que llama a los pueblos a que acudan al verdadero templo a rezar al verdadero Dios.
Existe hoy aún el antiguo régimen literario, como existe el antiguo régimen político. El último siglo pesa todavía sobre el actual y le oprime sobre todo con la crítica. Se encuentran aún, por ejemplo, hombres vivos que os repiten la definición que del gusto dio Voltaire: El gusto en la poesía no es otra cosa que lo que son los adornos para las mujeres.» Definido así el gusto, es una coquetería. Definición chocante que pinta maravillosamente la poesía llena de afeites, recamada y empolvada, del siglo XVIII y su literatura con guardainfante llena de dijes y adornos; que ofrece el admirable resumen de la época en que hasta los mayores genios, estando en contacto con ella, se convirtieron en pequeños, al menos por una parte; de una época en la que Montesquieu pudo y debió escribir el Templo de Guido, Voltaire el Templo del Gusto y Juan Jacobo el Adivino de la aldea.
El gusto es la razón del genio; esto es lo que establecerá bien pronto una crítica poderosa, franca y sabia, la crítica del siglo que empieza a hacer brotar vigorosos retoños en las viejas y secas ramas de la escuela antigua. Esta crítica joven es grave como la otra era frívola, es erudita como la otra era ignorante, y ha creado órganos autorizados y hasta nos sorprende algunas veces poniendo en hojas volantes excelentes artículos que emanan de ella. Esta crítica, uniéndose a todo lo que encuentra superior en las letras, nos librará de dos azotes, del clasicismo caduco y del falso romanticismo. Porque el genio moderno ha producido ya su sombra, su parásito, su clásico, que se hombrea con él, que se viste con sus colores, que toma su librea y que, semejante al discípulo del brujo, pone en juego, diciendo palabras que ha aprendido de memoria, elementos de acción cuyo secreto ignora.
Pero lo que es preciso destruir antes que todo es el gusto anticuado y falso, del que hay que quitar el orín a la literatura actual. Es en vano que la roa y la empañe. Está hablando una generación joven, severa y poderosa, que no lo comprende ya. La cola del siglo XVIII se arrastra aún en el siglo XIX; mas no somos nosotros, los jóvenes que hemos conocido a Bonaparte, los que la llevamos.
Nos acercamos al momento en que ha de prevalecer la crítica nueva, establecida sobre base ancha, sólida y profunda, y se comprenderá bien pronto que debe juzgarse a los escritores, no según las reglas y los géneros, que están fuera de la naturaleza y del arte, sino según los principios inmutables del arte y según las leyes especiales de su organización personal. La razón de todos se avergonzará de aquella critica que se ensañó contra Corneille y contra Racine y que rehabilitó risiblemente a Milton. La crítica de una obra se colocará bajo el punto de vista del autor y examinará el asunto con los mismos ojos que éste. Se abandonará, y así lo dice Chateaubriand, «la crítica mezquina de los defectos por la grandiosa y fecunda de las bellezas». Es hora ya de que los espíritus discretos cojan el hilo que liga con frecuencia lo que, según nuestro capricho particular, llamamos defecto a lo que llamamos belleza. Los defectos son con frecuencia la condición nativa, necesaria y fatal de las cualidades.
Scit genius natale comes qui temperat astrum.
No hay medalla que no tenga su reverso, ni talento al que su propia luz no haga sombra, ni humo sin fuego. La originalidad se compone de todo eso. El genio es necesariamente desigual; no hay altas montañas sin profundos precipicios. Igualad el monte con el valle y sólo os resultará una estepa, una banda, la llanura de los Sablons en vez de los Alpes, en la que sólo volarán alondras, pero no águilas.
Además, hay que tomar en cuenta la parte del tiempo, del clima y de las influencias locales. La Biblia y Homero nos chocan algunas veces por sus mismas sublimidades. ¿Quién se atreverá a rechazarles una palabra? Nuestra misma debilidad se incomoda con frecuencia de los atrevimientos inspirados del genio, por no poder abarcar los objetos con su vasta inteligencia. Además de todo esto se encuentran faltas que sólo toman raíces en las obras magistrales, porque sólo hay ciertos genios capaces de ciertos defectos. Se reprocha a Shakespeare que abuse de la metafísica, que abuse de su talento, de escenas parásitas, de obscenidades, de los ultrajes mitológicos tan de moda en su época, de la extravagancia, de la oscuridad y de las esperanzas del estilo; pero la encina, ese árbol gigante, tiene aspecto grandioso, ramas nudosas, follaje sombrío, la corteza áspera y ruda, pero siempre es la encina.
El autor de este libro conoce como el que más los muchos y groseros defectos que tienen sus obras; si rara vez los corrige, es porque le repugna volver a repasarlas; además, que ninguna de ellas lo merece. El trabajo que perdería borrando las imperfecciones de sus libros, prefiere emplearlo en despojar su espíritu de defectos. Su método consiste en corregir una obra con otra. Entretanto, de cualquier modo que se trate a su libro se compromete a no defenderle ni en todo ni en parte.
Si su drama es malo, ¿por qué se ha de empeñar en que sea bueno? Si es bueno, ¿por qué le ha de defender? El tiempo hará justicia al libro. El éxito del momento sólo es importante para el editor. Si despierta la cólera de la crítica la publicación de este ensayo, el autor la dejará que pase. ¿Qué ha de replicarle? El autor no es de los que hablan, como dice el poeta castellano,
Por la boca de su herida.
Una palabra para concluir. Habrán notado los lectores, que en esta carrera larga a través de cuestiones tan diversas, el autor se ha abstenido generalmente de apoyar su opinión personal en textos y citas autorizadas, pero no ha sido por carecer de ellas. «Si el poeta establece cosas imposibles según las reglas del arte, indudablemente comete una falta, pero cesa de ser falta cuando por ese medio llega al fin que se propuso, porque encontró lo que buscaba.» «Toman por galimatías todo lo que la debilidad de sus conocimientos no les permite comprender. Tratan sobre todo de ridículos los sitios maravillosos de los que el poeta, con la idea de entrar mejor en la razón, sale, si puede decirse así, de la misma razón. El precepto que establece por regla no seguir algunas veces las reglas, es un misterio del arte que no es fácil hacer comprender a los hombres que carecen de gusto literario y que una especie de capricho del espíritu hace insensibles a lo que llama la atención ordinariamente a los hombres.» ¿Quién dice lo primero? Aristóteles. ¿Quién dice lo segundo? Boileau. Por esas dos muestras puede comprender cualquiera que el autor del drama hubiera podido, como cualquier otro, acorazarse con nombres ilustres y refugiarse detrás de reputaciones consolidadas. Pero ha abandonado este modo de argumentar a los que lo consideran invencible, universal y soberano; en cuanto a él, prefiere razones a autoridades, y le gustan más las armas que las insignias.
Víctor Hugo1827

No hay comentarios: